Abducción.

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Reconoció a través de la ventanilla la oscura silueta piramidal del monumento a la Raza. A pesar de que ese lugar le gustaba, no estaba de humor para apreciar la belleza de la ciudad.

Todavía no se alejaban mucho del centro, avanzaban sobre Avenida de los Insurgentes, con dirección al norte. A esa hora, el tránsito estaba lento en esa dirección, pero Érick era un conductor hábil; se introducía con facilidad en los huecos que dejaban otros conductores prudentes o de plano, lanzaba el jeep de repente, dejando tras de sí estelas de insultos, bocinazos y rechinidos de llantas.

¡Y cómo lo gozaba! Toda la situación le complacía.

El auto y ellos en el interior eran golpeados por un poderoso bit techno dark. Parecía el corazón metálico de una maquina infernal. Erick seguía el ritmo con los dedos en el volante y observaba de reojo el profundo desasosiego que ahogaba a Gabriel, sentado en el asiento del copiloto, quieto y tenso hasta el agarrotamiento.

Algo caliente y oscuro crepitaba en sus tripas; miedo, más grande del que jamás sintió: a ser herido, a morir.

El mismo miedo que provoca un extraño fuerte y hostil.

Érick no era un completo extraño y tampoco era hostil. Al menos, no todavía. Pero le infundía un pavor que no sabía que pudiera sentir.

Alguna vez, mucho tiempo atrás fueron inseparables; dos Dénnaris con extraordinarias habilidades. Gabriel aún recordaba cuando se enteró que su compañero no volvería al hogar.

Era un Edénnari, un caído.

Si en esa época le hubiera sido posible sentir, como lo hacía en su cuerpo humano, hubiera estado destrozado. Pero el lamento por su amigo no fue mayor que el de la comunidad entera. Sería imposible juzgar un mundo insensible desde la hipersensibilidad de otro, como tampoco era posible extrañar sin apego. ¿Y cómo apegarse si se es carente de emoción?

Érick preguntó antes la razón por la que Gabriel no lo buscó. No respondió y Erick no insistió. Seguramente lo suponía: los de su clase solían alejarse de los caídos como si fuera algo contagioso.

Y un caído percibía de la misma forma al mundo terrenal y al ultraterreno. Gabriel nunca quiso perturbarlo.

Pero la verdad yacía más allá de todo cuanto pudiera decir. Era la razón misma de su caída. No había modo de expresar el horror, si es que tal cosa puede experimentar un Dénnari, que le impulsó a alejarse del resultado de los anclajes de su antiguo compañero, seducido por una sed de sangre y sufrimiento. Incluso labró un nombre y se convirtió en leyenda. Hizo fortuna, dejando ríos de sangre detrás. En algunas partes del país aún se hablaba de él. Mikiztli. La muerte.

Él continuó en paz con su naturaleza. La tentación no lo tocó durante mucho tiempo, aunque no sabía cuánto. Solo percibió su existencia en criterios de tiempo desde que se convirtió en humano. Y entonces pasaron dos cosas que cambiaron su destino. Su propio anclaje con las emociones, casi de manera simultánea al encuentro con uno de los más poderosos de su raza.

Sabía de él, como la comunidad entera sabía de todos. Pero no lo había conocido antes.

Y lo encontró en el mundo, en un estadio de fútbol colmado a reventar, durante un clásico Águilas – Chivas.

Las gradas estaban inundadas de personas que gritaban como salvajes. Era una turba y la contención de sus emociones era precaria, embargada por la dicha más exuberante, la rabia más incendiaria, la borrachera de la victoria para unos y la frustración de la derrota para los otros. Mares de energía para nutrirse.

Deambuló por la cancha, etéreo, entre los jugadores del equipo amarillo que iban en franca desventaja en el marcador durante todo el partido.

Y entonces lo vio. O, mejor dicho, advirtió su vibrante presencia entre las gradas de gente vestida de amarillo. Fue fascinante presenciar el efecto que su poder tenía sobre la masa. Todo el furor y las ansias de destrucción fueron neutralizadas desde el asombroso Dénnari como epicentro, en olas de alivio, hasta completar todo el estadio.

DénnariDonde viven las historias. Descúbrelo ahora