Las piezas caen.

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Ocho y media de la mañana marcó el reloj cucú del abuelo. Eduardo, demasiado cansado de tanto intentar dormir, con la cabeza volviendo a los mismos pensamientos agobiantes una y otra vez, sintió que ya no podía más. Estaba más allá de agotado; del cuerpo, también de sus sentimientos. 

Colgaba al filo de un final que no quería enfrentar, pero que no sabía si podría eludir.

Sin Esteban y al mismo tiempo desprendiéndose de la ilusión de volver con Gabriel. Y de la esperanza de, un día, dejar de pensar en él, la vida se vislumbraba sombría.


***


La pareja pasaba mucho tiempo en la casa de Ana. Esteban vivió varios años con ella antes de que se conocieran. Los vecinos pensaban que, el entonces policía, era su marido, porque su cariño siempre fue muy físico. Caminaban por las calles de la colonia tomados de la mano o abrazados.
Las viejas amigas de su madre incordiaban a Ana, preguntando: "¿Para cuándo el heredero?"

Ana no les hacía caso.

Chasco debieron llevarse cuando un chico joven y un poco afeminado comenzó a aparecer por la casa de Ana. Y después Esteban hizo las maletas.

Ana disfrutaba un poco, como lo hacen los rebeldes cuando molestan a los moralinos, de pensar en todo lo que las señoras entrometidas pensarían de ella: que el marido le salió "puñal" y la había dejado por un "jotito".

Entonces Esteban y Eduardo comenzaron a frecuentar la casa de Ana. A quedarse a dormir. Y a veces caminaban los tres por la calle, Ana y el Comandante tomados de la mano y Eduardo abrazando la cintura de su pareja.

Algunas de las viejas vecinas de su madre jamás le volvieron a dirigir la palabra a Ana, que "quien sabe que porquerías hacía en esa casa".

Pero a ninguno de los tres les importaban los chismorreos. 

La colonia se fue transformando desde los tiempos de su abuelo. Ya no era una zona de viejas casonas con familias encumbradas. Más bien había oficinas, locales comerciales que cambiaban de giro con frecuencia y departamentos en renta, cuyos inquilinos no se metían en la vida de nadie durante uno o dos años, para luego desaparecer.

La pareja siempre tenía mudas de ropa limpia en la casa de Ana. Cuando Esteban estaba de guardia, Eduardo se quedaba con ella. No le gustaba estar solo y Ana disfrutaba de su compañía.

Esa espantosa mañana, se vistió con un pantalón deportivo y una sudadera a juego porque ya no tenía nada más que estuviera limpio. Iba a tener que llevar más prendas o lavar lo que tenía. Tal vez pudiera dedicar ese sábado a poner orden y limpiar.

Encima de la sudadera se puso una camiseta negra y una chamarra de Esteban. Le reconfortaba el olor de su hombre. ¿O debería decir de su ex?

Sintió lágrimas que no permitió que cayeran. Ya se enfrentaría a eso en otro momento. Otro día.

Lo que necesitaba era un café.

Salió de la habitación y entró en la cocina, encontró la cafetera aún caliente y llena hasta la mitad. Se sirvió en una taza y bebió.

Tuvo que gemir; era excelente.

Ese café lo había preparado Gabriel, estaba seguro. Era perfecto preparando café. Era perfecto en todo lo que hacía.

Saboreando viejos recuerdos dulces y amargos pero deliciosos como su bebida, subió las escaleras. Sí Ana estuviera despierta, podría contarle las cosas que pasaban por su cabeza. Tal vez ella, con su amable escucha, le ayudaría a aclararse. A tomar una decisión.

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