Despertar

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Eduardo regresó a su habitación, caminando despacio en la penumbra. Muy poca luz se colaba por los ventanales de la sala. Era un camino conocido. Muchas noches pasó en esa casa, después de trasnochar con Ana y Esteban. Intentó hacer el menor ruido posible y por eso dejó la puerta abierta, para no despertar a Esteban al volver. En el gran reloj del abuelo de Ana, la manecilla marcaba las cinco de la mañana pero afuera aún era noche cerrada.

La ciudad despertaría pronto y él no había dormido nada en toda la horrible noche, pero no se sentía cansado, sino muerto. La esperanza que lo llevó de la mano por horas, era que al ver a Gabriel, podría hacer un correcto "cierre".

Porque desde que lo conoció, no pasó un día en el que no pensara en él. Al principio, o mejor dicho, después del abrupto y doloroso final, la obsesión estuvo a punto de consumirlo; le costaba concentrarse en las cosas más básicas. Estuvo mucho tiempo ausente de su propia cabeza. No era capaz de recordar mucho de aquellos primeros meses.

Hasta que conoció a Esteban.

El entonces comandante de la policía judicial de la ciudad, se convirtió pronto una sólida amistad. Eduardo pudo aferrarse a algo mucho más fuerte que él. Se sintió contenido, muy pronto se sintió amado.

Esteban era un hombre determinado. Justo el tipo que acostumbra lograr lo que quiere, sin que importe lo que cueste o qué tan difícil pudiera ser. Tal vez, supo leer lo que Eduardo necesitaba; una presencia fuerte en su vida, estable, firme.

En esa ausencia de sí mismo que ya se perpetuaba bastante, Eduardo no encontró razón, ni motivo alguno para resistirse. Se dejó querer y con el tiempo se enamoró.
Pero a pesar de todo, todavía, por lo menos unos minutos al día, evocaba recuerdos de una vida que esa noche parecía demasiado vieja.

Mientras sostenía el pomo de la puerta de su habitación, se perdió en los recuerdos. Fue casi un mes después de comenzar su primer semestre en la Escuela Bancaria y Comercial. Eduardo era joven, lleno de entusiasmo, se sentía a gusto con sus compañeros y con la consigna de usar traje y corbata todos los días.


Iba a ser Contador Público y las clases eran interesantes. Su trabajo como asistente en un despacho le daba para pagar su colegiatura y todo iba bien en su vida.
No tenía un amor. Eso era cierto. Y esa carencia le causaba la misma amargura que a todo el mundo. Pero tampoco tenía tiempo de sobra. Entre el trabajo y la escuela, apenas le quedaba tiempo para dormir un poco, a veces.


Pero ese día, al principio de la clase de Economía Empresarial, se juntaron el cielo y el infierno.
Ponía atención a su profesor, demasiado joven para la eminencia que era en temas económicos. Eduardo, sentado en la penúltima fila, pudo apreciar el momento justo en el que la más increíble aparición se manifestó.

Al menos, la más increíble para sus imberbes diecinueve años.

Era un joven hombre, no tanto como él. Parecía tener veintitrés o veinticuatro años. Alto, pelo castaño oscuro, un poco ondulado y largo hasta los hombros, atado en una coleta con la liga más estúpida que pudo encontrar. Una liga roja que nada tenía que ver con nada. Algunos mechones del frente se soltaban y él se los colocaba detrás de la oreja mientras explicaba algo al profesor, antes de ir a sentarse.

No parecía importarle interrumpir una clase que ya había comenzado.

Llevaba una camiseta blanca y algo ajustada. Jeans y una chamarra que colgaba de su hombro. Completamente informal en un salón en el que todos vestían de traje formal.
Caminando como si fuera el hijo del dueño del mundo entero, los miró a todos desde su absoluta superioridad, aunque no desde la arrogancia o la soberbia. Era simplemente que el tipo estaba escaños arriba de la común humanidad. Todos los alumnos y alumnas, incluso el profesor, callaron mientras se desplazaba por el aula.

Eduardo recordaba con toda claridad haber visto primero sus tenis, azul marino, planos, con una calcomanía de estrella en el costado.

Pero su aspecto importó una tonelada de nada cuando ese hombre alto lo miró a los ojos, como si lo hubiera sentido antes de visto. Clavó los ojos en Eduardo.

Y el pobre chico contempló cómo se abrían las nubes del cielo delante de él para dejar que descendiera el ser alado que se aproximaba a él, sonriendo, entre anunciaciones de trompetas celestiales; era la revelación del fin del mundo.

Ese era el ángel de la muerte para él, que llegaba para arrancarle el corazón y dar las buenas nuevas del principio de la creación.

Supo, al encontrar esa mirada, que su vida no sería suya nunca más.
Y había tenido razón. Pasaron años desde ese momento y aún trataba de reconstruirse, porque cuando Gabriel se fue, lo rompió en tantos pedazos, que todavía no terminaba de unirse de nuevo.

Le avergonzaba reconocerlo, pero tan solo respirar cada día después de que Gabriel lo abandonó fue una victoria.

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