Encuentro.

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Fuera del primer cuadrante de la ciudad, en donde las calles ya no tienen el sofocante barullo del Zócalo capitalino y sus alrededores, se encuentra la colonia Roma, llena de restaurantes, vida cultural y arquitectura de principios del siglo XX. Sobreviven edificios de bellas fachadas Art Nouveau y Art Decó y en uno de esos edificios, antigua casa señorial y en la actualidad, edificio comercial, Eduardo encontró una moderna pulquería.

La suave embriaguez del pulque, con un efecto más duradero que la de la cerveza o la del alcohol, ofrecía a Eduardo una borrachera relajada, más íntima y no tan agresiva.

Lo que iba perfecto con su necesidad; mitigar el dolor cada tarde, hasta lograr el adormecimiento, sin que eso perturbara su rutina de trabajo.

Llevaba casi dos meses fuera del apartamento de la colonia Cuauhtémoc en donde vivió con dos amores por tantos años. No sabía nada del lugar. Esteban se encargó de buscar inmobiliaria y le avisaría cuando tuvieran que firmar.

Eso se lo comunicó en un correo electrónico. Desde entonces ninguno de los dos se dirigió la palabra. Y cada día que pasaba sentía más vacío. Al principio fue pura rabia. Pero ya estaba en el punto de no tener una sola razón válida que le permitiera mantenerse alejado un día más, excepto el orgullo.

Extrañaba a Esteban más de lo que pudo imaginar y no hacía nada al respecto.

Por eso se metía a la pulquería cada atardecer. Y permanecía ahí, bebiendo hasta las diez u once de la noche. Entonces volvía caminando hasta su nuevo departamento en una calle de la vieja Romita. Ni un solo día fue a dormir sobrio. Tampoco era que alcanzara la total embriaguez. Solo lo suficiente para anestesiarse y así poder desplomarse sobre la cama y dormir, soñando imágenes inconexas que lo dejaban agotado y confuso.

Era la forma en que se podía vivir ese periodo. Un método antes probado. Un día, el dolor alcanzaría un nivel soportable. Podría respirar de nuevo. Y seguiría adelante.

Fijó su atención en el hombre que entraba a la pulquería cuando iba ya por el final de su primer vaso. Era un chico bien vestido; un saco oscuro resaltaba la línea de sus hombros, la camisa era negra, con los dos primeros botones abiertos y llevaba una corbata suelta color borgoña, jeans azules, tan oscuros que parecían negros y una bufanda negra, casi etérea.

Le parecía tremendamente familiar, pero no pudo identificar de dónde podía haberlo conocido. Después de unos minutos, decidió que jamás olvidaría a alguien así de sexy. Y no era probable que tuviera tratos con alguien tan joven que no parecía tener más de veinte años. Veintidós cuando mucho. Casi tenía el mismo aspecto que tenía Gabriel cuando lo conoció.

Se obligó a parar en ese punto. Si lo de Esteban estaba en coma y ya solo era cuestión de desconectarlo del respirador, lo que seis años antes le había arrancado el corazón era un tema muerto; agusanado, podrido, hecho polvo y que tenía que permanecer enterrado por siempre.

Por primera vez en mucho tiempo, pensó, estaba soltero. El muchacho levantó la vista y lo miró. Eduardo se quedó pasmado. Aquel guapo joven le sonrió como los entendidos saben, dejando en claro el juego antes de dirigirse a la barra. Su andar semejante al de un tigre, grande y pesado era elegante. Y parecía peligroso, muy peligroso.

"Sí, sé de qué se trata". "Me gustas". "Acércate. Estoy disponible".

El barman entregó su bebida al chico de cabello oscuro. Él levantó el vaso en dirección a Eduardo, haciendo una tácita invitación. Por respuesta, Eduardo asintió. El chico se giró y llamó la atención del tipo tras la barra, señaló a Eduardo y en pocos minutos tenía dos vasos colmados de espuma y con cuidado, para no derramar nada, se dirigió a la mesa ubicada junto a la pared de ladrillo rojo y bajo el suave resplandor amarillento de una lámpara de aspecto antiguo. Los colores eran cálidos. Había música de José Alfredo Jiménez sonando en una rockola al fondo del local. El aroma era incitante, y ese entorno enmarcaba la belleza del encuentro.

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