Decidir

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Gabriel entró detrás de Ana. La chica había salido a la carrera, dejando las luces encendidas y el calentador funcionando. El contraste entre el frío exterior con el agradable y caldeado ambiente en la vieja casa era notorio.

—¿Quiéres tomar algo?

—¿Tienes café?

—Por supuesto, pero eres mejor que yo preparándolo. ¿Por qué no pasas a la cocina y te encargas? Necesito buscar algo que ponerme encima, que me estoy congelando.

—Por supuesto.

A pesar de que apenas pasó unas horas en esa casa, conocía la distribución. Al pasar por la habitación donde solían dormir Eduardo y su pareja, pudo apreciar las remodelaciones. Parecía un espacio más elegante. También más masculino.
El cambio era bueno, pero no pudo dejar de pensar que era un sitio en el que Eduardo no se sentiría del todo bien.
O tal vez, Eduardo había cambiado.

Comprobó qué tipo de café consumían en esa casa. Había un par de buenas marcas y tomó un poco de cada una. Se dejó llevar más por la intuición que por otro criterio. Mientras esperaba que la cafetera obrara el milagro, tamborileó los dedos sobre la superficie de la encimera.

En pocos minutos tenía dos tazas y se dirigió a la sala.

En el sillón, Ana estaba sentada en loto, con los pies enfundados en calcetines. Usaba un pantalón de franela con diminutos ositos color de rosa. Una camiseta blanca y ajustada, con los mismos ridículos ositos y un suéter abierto al frente, en tono magenta.
Le pareció adorable. Daban ganas de abrazarla.

En cambio, Gabriel dejó una de las tazas en la mesa de centro y se mantuvo de espaldas a ella, mirando la ventana.

—¡Está delicioso! ¿Cómo haces para preparar algo tan rico? Yo consigo petróleo o agua sucia, pero nunca algo como esto ¿Trabajaste en una cafetería o algo así?

—Gracias por el cumplido. No. No es ningún talento especial. Solamente es que amo el café. Es como un culto para mí.

Eduardo había dicho casi lo mismo de Gabriel, pero lo llamó religión.

—Pues bien, soy toda oídos. ¿De qué quieres hablar?

Gabriel dejó caer los hombros. Parecía cansado. Se sentó en la mesa de centro entre ellos y dejó su taza a un lado. Sus rodillas se rozaban.

—Es un poco complicado para mi hablar de esto.

—¿Por qué?

—Debes saber que Iván y yo no somos como tú, sino diferentes.

Gabriel bajó la mirada y Ana sintió un impulso muy fuerte de besarlo. Tomó entre sus pequeñas manos las mejillas frías del hombre y lo besó en los labios.

Si alguien le hubiera dicho que un simple beso podía proyectarla fuera de su mente, se hubiera echado a reír.

El mismo estupendo sabor, la suavidad y el sentido. ¡Ahí estaba! El origen de su malestar, de la sensación de soledad que la estaba asfixiando. Era que lo necesitaba.
Los necesitaba a ambos.

Gabriel no reaccionó por un segundo. Luego cerró los ojos y al siguiente, respondía al beso con desesperación, aunque casi de inmediato se separó de ella con brusquedad.

—No, Ana. Espera.

Apenada por el impulso, ella retrocedió. Cualquier cosa que él tuviera en mente, parecía grave.
Y no solo se trataba de él.

Su breve encuentro ya le había costado la amistad de uno de sus mejores amigos. ¿Qué futuro podría tener con ese hombre? ¿Cómo se lo tomaría Esteban? ¡Jamás la perdonaría!
Pero ¿de quién era la vida? ¿De ella o de Esteban?

DénnariDonde viven las historias. Descúbrelo ahora