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Obanai

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Obanai

El tiempo de lluvias cayó con serenidad sobre el pueblo de Kagaya, como una dulce y suave caricia contra la tierra; había riachuelos corriendo por las calles, el sonar de las gotas contra los cristales sería la compañía perfecta durante mi camino hasta la escuela

—¡Me voy, mamá! —cerré mi chaqueta de un tirón, ajustando los incómodos zapatos escolares y tomando mi maletin rápidamente— Iré con Mitsuri después de clases.

—¡Qué tengas un lindo día, cariño! —se despidió gritando desde la cocina, sin más que decir salí de casa. El aroma de la tierra mojada inundó mis pulmones, la lluvia caía suavemente, con calma.

Cubrí mi cabeza con el gorro de la chaqueta, maldiciendo mientras cruzaba la cerca de mi casa, odiaba la lluvia. Tediosa y fría. Busqué ignorar el ruido a mi alrededor, aquel golpeteo molesto de las gotas de agua contra el material impermeable, había sido una mala idea dejar mis cascos, traté de seguir mi camino al instituto sin refunfuñar tanto a causa del mal clima. Era mi último año y según los dulces consejos de mi madre, debía disfrutar los últimos días rodeado de todos mis compañeros y amigos. Pero no era más que puro y sincero alivio lo que sentía.

Para mí, entrar a la universidad no sólo era elegir y depender de una profesión por el resto de tu vida, era una oportunidad. La oportunidad de salir del pueblo en que había crecido.

Kagaya, el diminuto poblado en que había sido criado, a dos horas de Tokio pero lo suficientemente alejado de cualquier otra cosa o lugar que pudiera perturbar su paz, me hacía sentir nostálgico, triste y con un lamento profundo en el pecho, pero nunca había logrado saber el por qué. Jamás había pasado por algo realmente extraordinario, nada fuera de lo común, nada que doliera lo suficiente para tenerlo tan enterrado en el pecho, como una gruesa navaja que trataba de desgarrar mi corazón de poco en poco.

Mis padres eran bastante normales; papá trabajaba como maestro en una facultad de la universidad de Tokio y mamá era ama de casa. Era hijo único, mantenía y apreciaba mi soledad, sin embargo, había personas en las que podía confiar y depositar mi cariño de vez en cuando. Crecí rodeado de la misma gente, estudiaba con los mismos chicos desde el jardín de niños, asistía a los mismos restaurantes que todos. Conocía cada parque, tienda, calle o banqueta del pueblo, de memoria, cada uno.

Era una vida sencilla, sin complicaciones, jamás había atravesado algún problema lo suficientemente grande como para atormentar mi cabeza y alterar mis noches de sueño. Pero, desde que comencé a verla, había algo en mi pecho que me inquietaba.

Un vacío, una tristeza, un dolor en el corazón.

Abracé mi maletin y lo mentuve cerca, sintiendo que mi cuerpo tiritaba por un frío inexistente, una corriente eléctrica sintiéndose por toda mi columna vertebral. Como si el agua de lluvia se hubiera escurrido por mi espalda.

𝐕𝐎𝐋𝐕𝐄𝐑𝐓𝐄 𝐀 𝐕𝐄𝐑 ⊹₊̇ ── 𝑖𝑔𝑢𝑟𝑜 𝑜𝑏𝑎𝑛𝑎𝑖Donde viven las historias. Descúbrelo ahora