Capítulo 6

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Anne Shirley-Cuthbert caminaba acompañada de su pala de metal y su termo lleno de leche con café y dos cucharaditas de azúcar. Se abría paso entre la nieve, dejando marcadas sus huellas mientras avanzaba imaginando bastantes cosas a la vez. Para ella, uno de los mejores placeres era caminar sola y poder imaginar cuanto se le viniera en gana. A sus diecisiete años seguía teniendo el alma de una niña y probablemente la tendría hasta ser una anciana.

Ese día era noche buena. Había estado quitando la nieve de la gran mayoría de personas en Avonlea. Estaba levantada desde las cuatro de la mañana, yendo de un lado para el otro con su pala. Le quedaba solamente una casa y era la del joven Blythe, el mismo que se encontraba durmiendo en uno de los sillones de la sala de estar.

Se podría decir que estuvo toda la noche despierto leyendo Los mejores descubrimientos de ciencia médica, por lo que en ese momento estaba descansando.

Anne llegó y de inmediato comenzó a quitar la nieve con más rapidez, a pesar de que le dolía un poco su mano. No le prestó importancia, porque quería irse lo antes posible. Ese día cenarían todos juntos. Marilla y Matthew, preparados para una cena.

Una vez que terminó, tocó la puerta para poder pedirle a la señora Blythe su paga, pero nadie acudió a su llamado. Abrió la puerta que no estaba cerrada completamente —culpa de un distraído Gilbert—,y fue directo a la sala de estar, donde supuso que estaría Ania.

Pero no, estaba Gilbert.

La pelirroja lo miró enternecida. Se acercó un poco y se agachó a su lado, admirando el rostro de Gilbert. Se dio cuenta de que tenía unas largas pestañas y que solía sonreír bastante en sueños. Acercó su mano al rostro del muchacho, dejando una caricia que ni siquiera ella había planeado. 

Sus dedos viajaron a los labios del chico, inconscientemente, para luego pasearse por todo su rostro. Subieron incluso hasta su cabello, el cual peinó para quitarle el rizo que había caído sobre sus ojos.

—Mamá —murmuró el chico, pensando que quizá su madre estaba en uno de sus ataques de cariño.

—Así me decían las niñas pequeñas en el orfanato —contestó la pelirroja, sonriendo.

Gilbert abrió los ojos de golpe y se sentó de inmediato, provocando que su frente y la de Anne chocaran y ella cayera hacia atrás, riéndose a carcajadas. El pelinegro la miró, aun sorprendido. ¿Ella lo había acariciado?

—No quería despertarte, Gil —dijo ella, negando con su cabeza. El chico fue de inmediato a ayudarla a levantarse, ayuda que aceptó—. Gracias. Me gusta tu pelo, es suave.

Si hubiera alguien que pudiera estar más rojo que el cabello de Anne, ese era Gilbert.

—Gracias —respondió con la voz ronca, la misma que cualquiera tenía al momento de recién despertar. Anne pudo fijarse en el sonrojo del chico, pero pronto entró a la sala de estar Ania, quien estaba en el invernadero que tenían. 

La mujer de inmediato le entregó su paga y le deseó una feliz navidad. Anne le sonrió a ambos antes de despedirse y salir de la casa. Gilbert, aún en el ensueño de que Anne le diera un cumplido, había olvidado un hecho importante.

No le había entregado su regalo a Anne.

—Alto ahí, señorito —lo detuvo Ania Blythe una vez que quiso correr a su habitación para buscar el regalo—. Tus tías llegaran en cualquier momento y ni loca pienso quedarme sola con ellas mientras tú te vas a quien sabe donde. 

El chico Blythe se detuvo, a sabiendas de que las hermanas de su padre tenían como deporte y diversión atormentar a su madre con palabras malintencionadas. Nunca quisieron a la buena de Ania, porque esperaban que su hermano se casara con Eliza Barry. Sus palabras siempre eran "Pero él la dejó escapar y Eliza se casó con William. Nuestro hermano es un idiota y tuvo que conformarse contigo". Gilbert no podía entender el porqué de tanta maldad, y enfrente de su padre ellas eran dos ángeles de luz. Ania era tan buena que jamás querría que su esposo tuviera una discusión con sus hermanas por culpa de ella.

Entonces Gilbert se quedó con ella todo el tiempo necesario. Iría más tarde a casa de Anne y le daría su regalo. 

***

Eran las doce y treinta minutos cuando Anne salió de su casa. Tenía la costumbre de ir al bosque a esa hora, cada navidad. Ahí en medio había una banca de madera que estaba llena de nieve en la que ella solía sentarse por horas, iluminada por los únicos dos faros que habían, pensando en su vida y en lo diferente que era todo desde que la habían adoptado. 

Los primeros años de su vida en el orfanato habían sido horribles. Había una chica que se gozaba en molestarla, en golpearla. Pero llegó un momento en el que Anne ya no era tan pequeña y se enfrentó a la que la molestaba. Hubo una pelea, pero la pelirroja ganó. Desde ese día no la molestaron más y ella se encargaba de defender a las niñas más pequeñas que habían tomado la costumbre de llamarla "mamá".

Anne se sentó en la banca, admirando el cielo lleno de estrellas, esperando que sus padres se hubieran convertido en estrellas brillantes y hermosas al momento de morir. Sabía por boca de una de las vecinas que habían tenido sus padres, que Walter Shirley amaba a su esposa y a su hija, y que hizo lo posible por mantenerse vivo, pero que la enfermedad le gano, al igual que unos meses después le ganó a Bertha, su madre.

Estaba tan ensimismada en mirar el cielo, que no se dio cuenta de que Gilbert caminaba hasta ella con una cajita en sus manos. La había visto salir de casa y la había seguido, dispuesto a darle su regalo. 

—Anne —llamó él una vez que se detuvo enfrente de ella. 

La pelirroja lo miró, sorprendida.

—Hola, Gilbert, ¿qué haces aquí?

El chico le extendió la cajita y con una mirada le pidió que la abriera. Dentro, había una parejita de porcelana. Y... ¡sorpresa, la chica era pelirroja! Tenía un libro en sus manos y leía concentrada. El chico era pelinegro y la miraba con una sonrisa.

—Feliz navidad —dijo Gilbert luego de aclararse la garganta.

—Es hermoso.

Sonrieron.

—La envié a hacer para ti —murmuró con timidez, bajando su mirada al suelo.

—Me encanta, pero... pero yo no tengo nada para ti, Gilbert —habló ella con tono preocupado.

—No... no importa —aseguró el pelinegro. Con la hermosa sonrisa de Anne bastaba.

Sin embargo Anne no se iba a quedar de brazos cruzados. Miró el cielo y una idea se cruzó por su mente.

—Te regalo las estrellas —le dijo, levantándose y dejando la cajita con el tesoro de porcelana en la banca. Dio una vuelta, con el cabello ondeando por el viento—. Te las regalo, son todas tuyas.

Gilbert sonrió. —¿Eres dueña de las estrellas de este mundo?

—No de todo el mundo, pero del mío, sí. Te regalo las estrellas de mi mundo, Gilbert —susurró ella, acercándose a él. Pasó sus brazos por el cuello del chico y lo abrazó—. Son todas para ti.

El pelinegro no sabía que hacer. Anne lo estaba abrazando y es había causado cortocircuito en su cabeza. Finalmente pasó sus brazos por la cintura de la chica y sonrió, inhalando el aroma de Anne y escondiendo —también para que no viera su sonrojo—, su cabeza en el cabello pelirrojo de ella.

—Gracias —masculló Gilbert.

Anne, escondiendo su cabeza en el pecho de Gilbert —porque sentía un extraño calor en las mejillas y de pronto no podía mirarlo—, dio otra sonrisa.

Y esa noche, Anne le dio parte de su mundo a Gilbert, sin saber que él no las necesitaba. No cuando la tenía a ella, la estrella más brillante de esa recóndita parte del universo. Sí, ella era su estrella. La más luminosa. La más especial. La más perfecta. Era simplemente Anne y con eso, para Gilbert era suficiente.

Nevada (Anne x Gilbert)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora