XXI - Humanidad

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—¿Qué nos has hecho, maldito? ¡Detenlo!

Silvain se encogió de hombros mientras el insolente apretaba el cuchillo contra su garganta.

—Supongo que me equivoqué de casa, todas son iguales —respondió con sorna—. Tu princesa debe estar por aquí cerca, lo juro.

La cruz de carne empezó a arrastrarse hacia el grupo; viendo el destino que había sufrido su compañero, todos retrocedieron por temor a ser destrozados de la misma manera. Silvain podía sentir la fuerza con la que latía el corazón del insolente: estaba aterrado.

—Haz que se detenga o te ahogarás en tu propia sangre —ordenó el insolente.

Su tono autoritario ya no hacía mella en Silvain, no con esas manos temblorosas.

—No puedo hacerlo. Lo mejor que pueden hacer es buscar a su princesa antes de que los mate a todos. —Su tono era calmado, como si no estuviera diciendo la gran cosa—. O correr; también podrían solo correr.

Antes de que se dieran cuenta, ya casi había anochecido. La oscuridad le añadía otra capa de caos al ambiente en el que se encontraban; el capitán de la tropa trataba de dar órdenes mientras algunos de sus soldados corrían de acá para allá.

—¡Fuego! ¡El fuego! —gritaba desesperado.

Luces aparecieron de repente: varios de los soldados comenzaron a encender antorchas. Luego, desesperados, encendieron flechas y las dispararon hacia la cruz de carne. Era difícil apuntar en medio de la oscuridad. Luces volaban desde las manos de los soldados hasta el monstruo y sus alrededores. En menos de un minuto, el fuego empezó a formar una masa que envolvió la cruz de carne. A pesar de la distancia, Silvain sentía el intenso calor en su cara mientras escuchaba el crepitar de las llamas.

Se hizo el silencio: todos se quedaron en su lugar, expectantes. El insolente tomó aliento para lanzarle un insulto a Silvain, cuando un sonido como un trueno se oyó desde las llamas: la cruz de carne emergió a toda velocidad. Los cuerpos que colgaban de ella se habían ennegrecido, pero esta no había recibido ningún daño. Silvain lo sabía, tendrían que hacer algo mejor si querían sobrevivir.

Dos hombres le cortaron el paso a la cruz de carne; la sombra que producían sus lanzas por el fuego temblaba. La desafortunada pareja arremetió contra el monstruo en llamas solo para ser enredada entre sus ramas y, acto seguido, ser estrujados y lanzados fuera del camino. El insolente volvió a apretar el cuello de Silvain.

—Tú serás nuestro escudo. —Su captor lo llevó a rastras hacia el horrible monstruo—. A menos que lo detengas, terminarás allí colgado.

El calor de las llamas se hacía insoportable, el humo dificultaba la respiración. Allí, mientras todos retrocedían, ambos yacían como dos insectos ante el monstruo. La cruz de carne preparó sus ramas; su captor se alejó violentamente de él provocándole un leve corte en la garganta. El monstruo, que parecía que iba a matarlos, en su lugar tomó a Silvain y lo lanzó en dirección opuesta a los askanenses.

Silvain se levantó lo más rápido que pudo y, aún atado de las manos, corrió dando tumbos: no tenía idea qué ocurría detrás de él, no le importaba tampoco. El monstruo lo había apretado con fuerza, pero no había intentado matarlo. Silvain estaba vivo, sano y cada vez más lejos de los askanenses. Eso era lo que importaba. Llegó a la casa donde sus hombres custodiaban a los prisioneros, recordaba perfectamente donde estaba. Afuera, lo esperaba alguien.

—¿Señor? Escuchamos el ruido y vimos el fuego, pero decidimos esperarlo. ¿Los askanenses nos encontraron?

—Sí, tenemos que irnos. Y deja a los prisioneros.

Entre el Caos y el OrdenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora