XII - A la caza

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Soren y Anette caminaban por las calles de Laodicea. Esta última se encontraba profundamente confundida.

—¿Por este camino se sale a Pérgamo?

Soren sonrió perspicaz.

—Mi guardia personal nos espera en el camino que tomaremos hacia Pérgamo. Pero primero, necesito ir a otro sitio. —Ladeó su cabeza para verla—. Pensé que querrías venir conmigo.

La confusión no desapareció del rostro de Anette. Solo tartamudeó: «está bien».

Después de varios minutos de caminar, por fin llegaron a un edificio que Anette no reconocía. Curiosa, siguió a Soren. Habían guardias por todos lados. ¿Qué sitio era ese? Soren le dijo a uno de los guardias que necesitaba hablar con alguien y les indicaron por dónde pasar. Atravesaron varios pasillos. Allí se dio cuenta en el lugar en el que estaban. Desde las celdas los veían recelosos los prisioneros. Se estaba empezando a aterrar.

—Supongo que ya sabes a qué venimos.

Ella no respondió. Llegaron por fin. Los prisioneros del viaje a Alloria estaban en celdas separadas entre sí para asegurarse de que no se comunicaran. Soren había pedido hablar con cualquiera de ellos.

Lo vieron a través de los barrotes: aquel hombre estaba tirado en el duro suelo, parecía no pensar en nada. La luz allí era poca, tal vez estaba dormido. Soren golpeó los barrotes con la empuñadura de su espada.

El hombre en el suelo se sobresaltó. Parecía que sí estaba dormido.

—Buenos días, basura.

El prisionero se levantó con torpeza y se acercó a ellos. Al ver la cara de Soren, agarró los barrotes con fuerza.

—Eres tú.

Aquella reacción los tomó por sorpresa. El prisionero miraba a Soren con una profunda expresión de odio. Este último examinó su cara con detenimiento. Entonces lo recordó. Sonrió con malicia.

—¿Cómo se siente que hayamos intercambiado papeles?

—Maldito —respondió el otro, apretando con más fuerza los barrotes.

—¿Lo conoces? —preguntó Anette. Se acercó un poco para verlo mejor.

—Es uno de los tipos que me secuestró —Hizo comillas con los dedos—. No tengo ni idea de cómo se llame, apenas puedo recordar su cara.

El preso escupió a Soren. Este, sin inmutarse, se limpió la saliva que le había caído en el ojo. Luego se dirigió al alloriano.

—Tenemos que hablar, basura.

El hombre quedó en silencio, permanecía allí con su mirada llena de odio. Soren prosiguió.

—¿Quién de ustedes mató a Eric?

De nuevo, sin respuesta.

—Tu reina está aquí, deberías mostrar algo más de respeto. —Suspiró—. Supongo que tendremos que negociar.

Soren llamó a un guardia; este le abrió la puerta de la celda y luego se fue. Entró dejando a una preocupada Anette afuera.

—¿Qué quieres? ¿Que te saque de aquí? Puedo hacerlo.

El prisionero no confiaba en él.

—Aunque de verdad pudieras hacerlo, no tengo nada que decirte.

Soren se estaba impacientando.

—Podemos negociar así, si prefieres. —Desenvainó su espada—. Dime quién mató a Eric y por qué.

El alloriano lo pensó por unos segundos y se lanzó hacia Soren con intención de atacar primero. Sin embargo, el joven príncipe no se dejó tomar por sorpresa. Se movió con rapidez y atravesó el estómago de su atacante con la espada. El alloriano se apoyó sobre él, casi sin fuerzas. Soren mantenía la espada bien clavada. Anette se tapó la boca ante tal muestra de brutalidad. Sin moverse, Soren habló con total tranquilidad.

Entre el Caos y el OrdenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora