XIX - Tarde

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Silvain se paseaba entre los desolados pasillos del palacio de Tiatira. En el piso más alto había un gran ventanal desde el que podía observar un extenso panorama del exterior. Los monstruos corrían de acá para allá, sin humanos vivos a la vista. Se tomó unos momentos para admirar lo que tenía delante de sí: una ciudad entera había caído frente a él, no podía evitar sonreír con satisfacción. ¿Quién hubiera pensado que aquel hombre que hacía algunas semanas estaba moribundo hubiera podido lograr eso? Había sido tan sencillo que casi parecía injusto.

Estuvieron preparándose durante días hasta que llegara el momento adecuado. Cuando los frigerianos se pusieron en orden de batalla en la frontera, Silvain sabía que no podían perder tiempo. Con perfecta coordinación, sus hombres asesinaron varios soldados frigerianos y dejaron sus cuerpos en puntos clave por la frontera. Al encontrarlos, sus compañeros pensarían que, de alguna forma, los askanenses lo habían hecho. Esa fue el pequeño empujón que dieron para que se desatara una batalla entre ambos ejércitos. Aún así no fue fácil, al contrario, fue tremendamente peligroso. Si hubieran descubierto a uno solo de ellos, todo su esfuerzo no habría valido para nada.

Luego tuvieron que volver a esperar, aunque esta vez fue menos tiempo. Los frigerianos atacaron primero dándole poco tiempo a los askanenses de reaccionar, eso les dio la ventaja. Los askanenses tuvieron que ir retrocediendo, hasta que llegó el momento en el que pudieron mantenerse firmes. Silvain tuvo que tomar una decisión: atacar de noche, cuando hubieran menos soldados en orden de batalla, o atacar mientras ambos ejércitos estuvieran peleando. Al final se decidió por esta última: era lo más inesperado.

Ante la gran marea de monstruos que apareció por ambos flancos, ninguno de los dos bandos tuvo tiempo de reaccionar. El caos reinaba entre las líneas mientras cada uno de los lados retrocedía, despavoridos ante la incertidumbre de lo que estaba pasando.

El resto fue demasiado fácil; en pocos días ya habían limpiado la ciudad casi en su entereza. El ejército de Askenaz no fue capaz de reorganizarse para dar una verdadera batalla; por otro lado, los frigerianos tuvieron que volver a su país.

Silvain apartó la vista del ventanal y se dirigió al fondo de la gran habitación. El cuerpo del gobernador de Tiatira estaba desplomado con profundas heridas en el abdomen, los monstruos le habían sacado los intestinos, su piel se había vuelto verde. Ni siquiera el hombre más poderoso de la región había podido escapar del caos. Silvain miró al moribundo con asco, pero algo llamó su atención: en uno de sus dedos había un anillo de plata que tenía grabado una estrella de cuatro puntas. Con cuidado de no tocar al muerto, lo tomó. Él había vencido, ahora reclamaba la prueba de su logro. Envolvió el anillo en un pañuelo y salió a buscar dónde lavarlo.

Una vez fuera, vio que tres personas se acercaban. Eran dos de sus hombres que llevaban a rastras a un tercero que vestía una armadura peculiar.

—Parecen no haber rastros del ejército askanense en el centro de la ciudad.

Silvain asintió.

—¿Han podido tomar más prisioneros?

—Solo tres hoy. O ya están todos muertos o se esconden muy bien.

Silvain apuntó al tipo de la armadura.

—¿Y él? No parece un soldado de Tiatira.

—Así es, señor. Veníamos a preguntar qué hacer con él.

Silvain lo observó concienzudamente. El tipo ya casi no tenía fuerzas, le faltaba el aliento incluso para hablar. Entonces vio que uno de sus hombres cargaba un escudo con un grabado de una flor. En ese momento sintió una gran descarga de adrenalina. Casi temblando, preguntó:

Entre el Caos y el OrdenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora