Ojos Muertos

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Cuando una mujer era convertida en esclava no solo era condenada a ser usada por todos aquellos hombres con suficiente dinero para alquilarla, sino que toda su descendencia quedaba atada con cadenas. Un niño que nacía esclavo, moría como esclavo. A Salena le habían enseñado eso desde niña. Su madre había dado a luz en la celda que habían compartido hasta que ella había cumplido los cinco años, edad en la que había empezado a trabajar ayudando en la limpieza y en la cocina. A los diez años había empezado a llevar a cabo tareas más duras y en cuanto cumpliera los quince sabía que la llevarían a las celdas donde estaban los hombres. La dejarían en una de ellas, a merced de un luchador que hubiera trabajado lo suficiente como para ganarse el derecho a poseer una mujer con la que aliviarse. Sabía que pasaría y que no podría evitarlo pero ese conocimiento no hacía que su miedo fuera menor. De vez en cuando, cuando pasaba cerca de donde les entrenaban se permitía pararse un instante para ver el tumulto de hombres peleando entre ellos a gritos. Todos eran luchadores gigantescos, bruscos y barbaros. La aterraba que las mismas manos que eran rompían un brazo por la mañana la tocaran a ella por la noche. Su única esperanza era que su físico desagradará lo suficiente a quien la entregaran para que pidiera un remplazo. Al fin y al cabo era poco más que piel y huesos. No tenía una cintura marcada ni unos pechos grandes. Pero según decían el resto de chicas el detalle de ser del sur, de tener la tez oscura y los labios carnosos era un aliciente.
Le quedaban menos de tres días para cumplir los quince cuando el amo de la villa se llevó a los debutantes a un espectáculo. Regresaron a la semana y esa misma noche ordenaron a Salma que se bañara e incluso le dieron un vestido de trapo nuevo. Ella procuró limpiarse, como si el agua pudiera llevarse el miedo a lo que iba a ocurrir pero mientras se pasaba los dedos por el pelo negro y rizado en un intento de domarlo no pudo evitar echarse a llorar. Finalmente los guardias de las celdas fueron a buscarla y sin mirarla mucho la guiaron. Pasó por varios pasillos antes de que le abrieran una puerta y la dejarán entrar. A esas alturas, Salena estaba aterrorizada pero al ver al gigantesco hombre que había al final de la celda se puso a temblar de forma incontrolada. Tanto su piel como su cabello eran blancos, solo algunas heridas todavía abiertas aportaban algo de color a su cuerpo. Sus ojos eran grises, carentes de brillo como los de los muertos. Era mayor que ella pero no debía de sobrepasar los veinte años, solo uno de sus brazos ya era tan grande como una pierna de Salena y además la sobrepasaba en dos cabezas. Iba a destrozarla.
— ¿Qué haces aquí? —Su voz tenía un acento muy leve pero Salena no estaba lo suficientemente atenta para ubicarlo.

— Soy tu premio. —Logró balbucear sin despegar la espalda de la puerta de salida, lo más alejada de ese gigante blanco que la diminuta celda le permitía.

— No necesito un premio. —Declaró él con absoluta calma.

— Si preferías a un hombre tendrías que habérselo dicho a...—Sus esperanzas de librarse de esa primera noche quedaron destrozadas en cuanto el albino la interrumpió.
— No prefiero un hombre. —Aclaró mientras sus ojos muertos la reseguían de arriba abajo en un instante, como si la juzgará—. Ve a dormir.

Salena dio un respingó cunado le señalo un montón de mantas a un lado de la celda, revueltas pero de apariencia cálida. Las miró dudosa pero luego se deslizó hasta ellas, procurando hacer el mínimo ruido posible. Se envolvió en ellas y cerró los ojos con fuerza, esperando sentir el cuerpo de ese desconocido abalanzándose sobre ella. Pero no sucedió nada. Aunque fue incapaz de conciliar el sueño las únicas señales de que no estaba encerrada sola fueron los sonidos ocasionales que causaba el albino al sentarse en el suelo, al levantarse, al volver a tumbarse... Todavía quedaban un par de horas para el amanecer cuando Salena finalmente reunió el valor necesario para darse la vuelta y volver a mirar al luchador.

— ¿Cómo te llamas? —Preguntó en un susurró.

Los ojos grises y sin brillo del hombre no se centraron en ella hasta que habló.

— Morthab. —Respondió el aludido con voz tranquila—. ¿Tú tienes nombre?

Era común que aquellos que nacían esclavos carecieran de un nombre más allá del que usaba su dueño para referirse a ellos.

— Salena. —Murmuró algo más calmada. La noche estaba terminando y ella seguía viva. Viva e intacta por sorprendente que le pareciera.

Desde el fondo del pasillo se empezaron a escuchar las voces de los guardias llevándose a los luchadores para el entrenamiento diario. Morthab se levantó antes de que llegarán a ellos y se puso frente a la puerta.

— Será mejor que te levantes, no quieres que lo hagan ellos por ti. —Aseguró girando levemente la cabeza para mirarla.

Salena asintió y obedeció con gestos lentos, sin fiarse del albino todavía. No iba a ser la última vez que pasará la noche con él y nada le aseguraba que todas serían tan tranquilas. Ahora le pertenecía.

White and BlackDonde viven las historias. Descúbrelo ahora