I. LA CHISPA INTERNA.

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    «¡OTRA noche de disparos! ¿Habrán matado a otro? ¿Cuántos más quedarán por ahí? Espero no ser el último».
    Cada que el sol abandonaba la Ciudad de México, los ojos muertos de ésta se encendían y miraban como, al vaciarse sus múltiples arterias, la policía masacraba sin piedad a uno de sus habitantes. No se trataba de un habitante común, esa era la causa de su enojo; siempre ha sido esa la causa.
    Éstos particulares seres eran llamados de tantas formas diferentes al rededor del mundo, que carecían de un nombre concreto. Monstruos, fenómenos y demonios, eran los más despectivos por decir los menos; mutantes y meta-humanos, aunque no tan ofensivos sí muy faltos de sensibilidad. Y súper-humanos, sinónimo de orgullo y admiración, era un término que ya no se usaba más desde que se consideraba una enfermedad y no un don. Sin embargo entre ellos habían adoptado la palabra, una etiqueta, un referente, que les describiera: plus-hemorfos, o P.demos para abreviar. La H era remplazada por D por dos sencillos motivos: el primero por ser muda, muy contrario a lo que necesitaba la causa; y el segundo, la D les representaban a todos ellos sin excepciones, los difuntos y los que luchaban por el derecho a la vida.
    O eso se suponía hasta hacia unos años cuando la tierra les dio la espalda.
    Cada que escuchaba el desagradable espectáculo en el exterior, Zaem Rupeli se refugiaba en el rincón más alejado de la puerta y se abrazaba las piernas asustado; suplicando que ni la policía, ni los vecinos cruzaran el umbral de su modesto departamento. Aunque tenía dieciocho años no podía evitar sentirse vulnerable y con miedo, igual a un pequeño niño, en medio de la noche oscura y la más profunda soledad.
    En cualquier momento la turba entraría y, a la fuerza, lo sacarían a la calle donde lo golpearían sin piedad para luego prenderle fuego. Ese era el final que le aguardaba, a él y a cualquiera que fuera como él, un P.demos; quizás no hoy, tal vez ni siquiera mañana, pero algún día.
    Durante casi un minuto entero las detonaciones no cesaron, en algún lado sobre el frío asfalto un P.demos moribundo miraba al cielo, a la espera de la flama que terminaría con su existencia.
    Era horrible para Zaem pensar en la tragedia ajena y alegrarse por no ser él; no era distinto a lo que un humano pensaría.
    —Entonces ¡¿por qué nos odian?! — preguntó a la noche, bañado en llanto.
    Por un instante se vio sentado en la sala de su casa, rodeado por su familia. El suculento aroma del guiso de su madre, que hervía a fuego lento en la cocina, inundaba toda la planta baja; prometiendo lo que sería una deliciosa merienda.
    En la televisión la voz de Tom Aledet, uno de los comunicadores con mayor relevancia del momento, suspendía lo chusco de la semana para dar una noticia que sacudiría al mundo.
    —… Y en las redes sociales circulan vídeos de gente al rededor del mundo haciendo cosas extraordinarias, sólo vistas en películas de ciencia ficción; súper fuerza, telepatía y hasta volar. Las imágenes a continuación son más que impactantes …
    Tal y como el hombre cuarentón de corbata prometió, varios vídeos mostraban gente  realizando cosas asombrosas a través de la pantalla. Un hombre en Rumanía le prendía fuego a su brazo sin causarse el menor daño, otro originario de Rusia hacía volar objetos a su alrededor. Una mujer argentina jalaba un camión de carga hasta moverlo sin el menor esfuerzo y un niño en la India tenía la habilidad de flotar en el aire por encima de las azoteas.
    —¡Eso es increíble! —exclamó Zaem, de 10 años, deslumbrado por tanto cine de ficción y el legado de Stan-Lee.
    —¡No seas tonto, eso es falso! Claramente quieren esconder algo, quizás el gobierno aprobó un impuesto o una ley estúpida como de costumbre —argumento su padre, tan práctico como su estilo de vida lo requería.
    Zaem no comentó nada más, pero continuó imaginando lo fantástico que sería tener poderes; ser diferente y especial al resto en todos los sentidos.
    Y dijo Dios: «que de tu boca sea la medida».
    Durante los días venideros, una lista de personas sorprendentes salió a la luz, ocupando las principales planas de los periódicos y noticieros. De repente, de forma inexplicable, los humanos desarrollaban nuevas habilidades; aunque había que decir que no todo era miel sobre hojuelas, algunos presentaron deformaciones espontáneas, enfermedades atroces, antes de morir. Muchos médicos y genetistas al rededor del globo trataron identificar el agente responsable de la mutación, y atribuirlo a una causa concreta para así conseguir una cura; pero ni la contaminación, los alimentos transgénicos, ni marihuana recreativa fueron concluyentemente responsables.
    No había explicación para la aparición y propagación del gen. Ese sector de la población, denominados súper-humanos, aún era una minúscula parte; no obstante lograron captar la atención de todos.
    El día que Zaem manifestó sus poderes, no fue de la experiencia más sutil que pudo pedir. Viajaba en autobús rumbo a la zona arqueológica de Teotihuacán, en una excursión de la escuela. El conductor movía la cabeza al ritmo de la música urbana que escupían los altavoces.
    Era un bus caro, con pantallas superiores en el pasillo que mostraban la película de Fast and Furius, aunque nadie le prestaba atención. Entre los asientos del ruidoso transporte no se hablaba de otra cosa que no fueran los súper-humanos.
    —¿A ti que poder te gustaría tener? —le preguntó Isaac, uno de sus mejores amigos y compañero de asiento.
    —No sé, algo genial —respondió Zaem ante el enorme mercado de posibilidades que le ofrecía la imaginación—. Quizás leer la mente de las personas, controlar objetos con la vista o fulminar a los que me desagradan con sólo pensarlo.
    —A mi me gustaría poder ser invisible —dijo David, sentado al frente de él, volviendo el rostro. Era otro de los cuatro que conformaban su círculo de amigos.
    —¡Estás loco, de por sí nos ignoran! Me gusta más la idea de Zaem, quisiera convertir en cenizas a los idiotas —declaró Gabriel, a su lado, mirando exclusivamente a Hector Rocha, que se acercaba a ellos por el pasillo entre los asientos.
    Hector era el tipo de persona que se creía merecedor de todo lo bueno, e irónicamente lo tenía; sabrá Dios por qué. Popular entre la mayor parte del grupo, arrogante, soberbio y nada gracioso, decidía quienes eran notables y agradables, y quienes paria. Ellos eran parte de éste último, lo que significaba el rechazo general; tal vez ese era el motivo de que David, Isaac, Gabriel, Lucas y Zaem fueran amigos cercanos. Sin embargo no se limitaba a ignorarlos, tenía que hacerlos sentir miserables cada día de la semana o de lo contrario no conciliaba el sueño.
    —Vaya, vaya, vaya, los cinco ineptos —se mofó Hector, pellizcando la mejilla de David. Éste resistía los insultos y humillaciones sin quejarse ni protestar, lo que lo hacía la víctima perfecta y principal objeto de burla del abusón.
    —Déjalo, Hector —dijo Zaem, bajando el rostro. Él no era un joven violento, no sabía pelear, pero estaba seguro de que tenía más resistencia que David.
    —¡Ah Zagüí, el defensor de los débiles! —exclamó el bravucón, soltando la enrojecida mejilla de David. Concentrando su atención en él.
    —¡No me llames Zagüí! —replicó éste, harto de la comparación con un mono.
    —Es más fácil aprender, y decir, Zagüí que ese extraño nombre que tienes. No te sientas mal, podrías ser Zuper-Zagüí, intrépido y estúpido.
    —¿Por qué nos molestas? —inquirió Isaac—. No te hemos hecho nada.
    —A mí nadie me hace nada, cuatro ojos —dijo Hector, mirando al chico y arrebatándole sus anteojos.
    —Por favor, déjanos en paz —pidió Zaem, fingiendo una calma que no sentía. Luego de años bajo la bota dominante de Hector, de insultos y humillaciones, a punto estaba de perder el control. Algo en su interior le decía que no debía de aguantar más, que sin importar lo que ocurriera ese día tenía que enfrentarse a él. A resumidas cuentas: se sentía más fuerte.
    —¿Qué harás Zagüí? Acusarme con la maestra, ¡bah! —declaró Hector, dándose la vuelta. Ya se iba, olvidando el asunto por completo pero…—. Mis temblores son por los baches en el camino.
    —¡Es una autopista no tiene baches, idiota! —gritó Zaem.
    El resto del grupo reparó en la provocación, al igual que Hector. Con silbidos y abucheos la audiencia instigó al desorden; querían pelea, pero no la pedirían con ese nombre o la profesora separaría los ojos del celular, y detendría el espectáculo antes de que empezara.
    —¿Qué me dijiste, Zagüí? —preguntó Hector, parándose frente a él. Claramente era más alto y atlético que Zaem, pero no pudo contenerse.
    —Te llamé idiota. ¡Idiota, idiota, idiota, mil veces idiota! —respondió el niño, poniéndose de pie, encarando al abusón de su infancia.
    Antes de que dijera algo más, un puño colisionó contra su pómulo derecho con fuerza; de inmediato cayó en el pequeño pasillo.
    Mientras Hector le pateaba sin piedad, el estentóreo bullicio impedía que el chófer escuchara la música del radio. Pudo advertir la pelea con sólo mirar el espejo retrovisor, evitar el accidente que le costaría la vida a él y doce niños más; pero lo único que hizo fue subir el volumen.
    —¡Déjalo ya o le diré a la maestra! —amenazó David, a punto de llorar.
    —¡Tú no le dirás a nadie! —declaró Hector, acto seguido tomó del cabello al sensible chico y lo estrelló contra el descansa-brazos.
    El chico gritó al sentir su nariz romperse y escurrir líquido escarlata. En ese instante Zaem se molestó, tanto que la sangre le empezó a hervir. Si algo le molestaba más que el acoso, era cuando iba dirigido a gente más débil que él. No es que David fuera de cristal, pero su resistencia era menor a la del resto; él era más sensible, la voz de la conciencia y empatia del pequeño grupo de amigos.
   —Maldito —masculló Zaem, más enojado de lo que nunca estuvo; como si a él mismo le hubieran roto el puente nasal.
    Tomó el tobillo de Hector y todo acabo en menos de dos minutos.
    De pronto las pantallas explotaron, después todos y cada uno de los celulares dentro del autobús. Unos al interior de los bolsillos y mochilas, otros menos afortunados en las manos y oídos de sus portadores. El olor a quemado y los gritos de los alumnos eran poco para lo que vino después.
    La radio y la pantalla del GPS estallaron, incrustando trozos de metal, vidrio y plástico en la mano del conductor que, imposibilitado, no pudo maniobrar para evitar que el autobús derrapara.
    La falta de uno de los neumáticos delanteros, el que estaba junto a la rampa eléctrica para discapacitados, provocó que el gran vehículo colisionara contra un muro de contención y finalmente volcara en el carril opuesto de la autopista, rodando unos metros por el asfalto. Cuando todo pareció acabar, otro camión que venía de frente trató de frenar; no lo logró a tiempo e inevitablemente arrasó con la parte delantera del autobús.

RIÑA CALLEJERA.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora