18. Feliz vida nueva.

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‒Luisita, ¿por qué no dejas de preguntar lo que yo quiero, y empiezas a averiguar qué es lo que tú quieres?

¿Y cómo coño se averigua eso? Porque cuando la miro, resulta que todo lo que quiero, lo tengo justo enfrente. Pero esto no es lo que yo había planeado. Había tomado una decisión. La decisión de que en los próximos años, la única persona a la que iba a querer, era a mí misma. Y estaba conforme con ello. Orgullosa. Porque si no quieres a nadie, nadie te abandona. ¿Y a quien quiero engañar? Sentirse abandonado, duele. Por muy independiente que seamos. Por muy fuerte que nos sintamos. Cuando decidimos abrirnos a alguien, depositar nuestra confianza en una persona y llega un día, en el que necesitas su apoyo más que nunca y no lo sientes, duele. Pero no hace falta que esa persona sea una pareja, puede ser un padre, un amigo, quien sea. Y entonces, no sabes quién se marcha antes, si tú o ella, sólo sabes que alguien se marchó y dolió, y ya no duele.

Pero entonces, ¿qué sigue ahora?

‒¡Mierda! ‒exclama bajándose de un salto de la barandilla, casi cayendo sobre mis pies. ‒Faltan cuarenta minutos para las doce. ¡No vamos a llegar, Luisita!

Observo un momento su cara de preocupación y luego vuelvo la vista hacia el paisaje parisino, dónde la torre Eiffel sigue siendo la reina entre un montón de luces. Tan lejos y tan cerca. Tan imposible y tan alcanzable, como cualquier cosa que decidamos intentar.

‒¿Quieres apostar?

Con una sonrisa misteriosa, agarro su mano y comenzamos a correr escaleras abajo, dejando atrás la Basílica del Sagrado Corazón y los visitantes que hoy quisieron llegar hasta ella.

Corremos entre las calles de Montmartre y con cada paso que damos, dejando atrás las bonitas casas de postal, los talleres de arte, pintores ganándose la vida en la calle, turistas disfrutando, estoy un paso más cerca de saber que volveremos. Me falta el aire, no puedo respirar y ni siquiera sé de dónde estamos sacando la fuerza necesaria para correr tanto, con el día que llevamos. Pero lo que sí sé, es que no paramos. Ninguna de las dos se detiene y mientras más avanzamos, más adrenalina siento. Ganas de reírme a carcajada limpia, de llorar hasta quedarme seca, gritar, seguir corriendo, abrazarla, besarla. El sonido de un claxon y el brazo de Amelia empujándome hacia atrás, me hace frenar en seco. La observo respirar pesadamente y en el fondo de sus ojos que me miran como si quisiera matarme, percibo un atisbo de susto.

‒Más te vale llegar viva, idiota.

Sonrío y beso su frente con dulzura, antes de volver a emprender el camino, esta vez con un poco más de cuidado.

Llegamos a la estación y por suerte, el metro estaba a punto de emprender la marcha, como si nos hubiera estado esperando. Al igual que hace unas horas, va repleto de gente, o incluso podría decir que va más lleno. Refugio el cuerpo de Amelia junto al mío para que no se agobie ni pierda el equilibrio como antes y las estaciones comienzan a pasar; una y otra y otra y otra...

Y al cabo de no sé cuánto tiempo, porque ninguna hemos querido mirar el reloj, el metro se adentra en la estación que nos corresponde y se detiene. Todo el mundo decide bajarse en el mismo lugar, así que resulta un poco caótico salir de ella.

Seguimos corriendo. Deben faltar segundos para que comiencen las campanadas, o tal vez aún queden minutos. La gente camina muy despacio, pero bueno, tratándose de París, tampoco es de extrañar. Aun así, tratamos de abrirnos paso entre la multitud a lo largo de Campo de Marte, intentando llegar lo más cerca posible de la torre, que ahora se ve mucho más hermosa, gracias a la iluminación azul que decidieron ponerle esta noche. Se escucha música. Una música que eriza la piel. En general, todo el ambiente consigue que se me erice la piel. Mi corazón late a máxima velocidad y no sé si es por la euforia, por la carrera o por los nervios, pero lo cierto es que me gusta. Todo lo que tengo alrededor, me gusta.

Caprichos Del Tiempo - Luimelia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora