• Llegada no deseada •

627 72 15
                                    


Capítulo XXVII - Llegada no deseada.

°~~~~~°~~~~~°~~~~~°

Habían pasado cinco minutos. Los cinco minutos más largos de mi vida, en los que no he dejado de caminar sin rumbo fijo.

Por la fina tela de mi pijama puedo sentir el frío de la noche calar mis huesos. Justo ahora me arrepiento de haber salido de casa corriendo como loca, pero lo necesitaba.

Me voy a casar...

Estoy embarazada...

Esas palabras no dejan de dar vueltas por mi cabeza.

No puedo creerlo. Y sí, quizás esté siendo egoísta, pero esa no era la manera de decirlo. Ni siquiera me lo presentó de la manera más adecuada.

"Ginebra, haznos el grandísimo favor y deja tu drama."

El sonido de los autos pasando por la autopista de más arriba me tranquiliza por unos instantes. Me concentro en ese sonido hasta que oigo unas patrullas de policía.

Cuando el sonido de las patrullas ya no es molesto, me tiro en el césped del parque al que llegué de tanto caminar. Hay una banca a solo unos metros, pero me da pesadez llegar hasta allá.

El rocío de la noche mojó mi blusa y la parte trasera de mi short, pero eso no me importa.

Mi cabeza no dejaba de procesar toda la información nueva: Ya no estaríamos solo mi mamá y yo. Iba a tener una hermanita o un hermanito. 

Aunque lo quisiera negar, ese pensamiento me hacía feliz. Demasiado para mi gusto.

El sonido de unos pasos apresurados y pesados llamó mi atención. Venían desde la parte alta del parque, de donde vine yo también.

Levanto mi cabeza hacia el origen del sonido. Una silueta atraviesa la leve neblina que hay, y a continuación, se oyen los gritos de Graciela.

—¡Ginebra! Ginebra dime que estás aquí, por favor.

Sonaba desesperada, incluso me atrevería a decir que había estado llorando. Y efectivamente, el llanto de Graciela no hace de esperarse.

Estaba desesperada por encontrarme. ¿Pero por qué?

Me puse en pie tan rápido como pude y caminé hacia ella.

—Graciela. ¡Estoy aquí!

Graciela estaba sentada en el piso, y cuando oyó mi voz, se puso en pie y corrió hacia mí.

—¿Estás bien, tonta? Nunca vuelvas a hacer eso.

Graciela me envolvió en un abrazo. La apreté más contra mí. El olor a vainilla propio de ella llenó a mis fosas nasales, inundándolas con ese aroma que me encontraba tan reconfortante.

Segundos después me dejó ir. —Me asustaste.

—Lo siento, es que sólo no me lo esperaba.

Nos sentamos en el césped y el rocío de la noche nos mojó. Reímos al unísono.

—Sería más bonito si estuviera Alaska aquí.

—Lo sé —concordé con ella.

—¿Y dónde nos dejan a nosotros?

Ambas giramos al mismo tiempo para ver a un Naldo que traía a rastras a Alaska. Ella al vernos, se soltó de él y llegó hasta nosotras con una sonrisa radiante.

GinebraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora