• Confesiones dolorosas •

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Capítulo XV - Confesiones dolorosas.

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Volviendo a donde nos quedamos, ósea, después de que Ginebra quemase su casa... Otra vez.

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—¡Oh Dios mío! ¿Pero qué están haciendo?

Me separé de Ayden tan rápido como pude, y miré con horror a todos esos pares de ojos que nos miraban...

Bueno, no todos de todas las personas que conozco, si no todos de... Muchos. Creo que entendieron.

En fin, ya sin desvariar, estaba Alaska, Graciela, mi madre y un amigo de ella (que no sé su nombre, cabe destacar).

¿Por qué me pasan estas cosas a mi?

Mi madre alzó una ceja, mientras se adentraba a paso lento a la cocina.
—¿Estaba bonita la charla?

Creo que a tu madre le agrada demasiado Ayden, ¿no crees? Digo, no se enojó, cosa que sería lo normal en este caso.

—No se les puede dejar solos a ustedes dos —se burló Graciela de la incómoda situación en la que nos encontrábamos Ayden y yo.

Tierra, trágame y escúpeme en China.

Ayden me depositó en el suelo suavemente, pero no me soltó del todo.

Podía sentir mis mejillas arder como si estuvieran en fuego, y seguro las de Ayden estaban peor.

—Ginebra, quiero que seas tan amable de explicarme qué es esto —dijo el "amigo" de mi madre.

—¿Eh? —no pude evitar sonar confundida.

¿Quién es ese señor y porque quiere que le dé explicaciones que obviamente no se merece?

A mi lado pude sentir a Ayden tensarse.

¿Se conocen?

"Uy, esto cada vez se pone más interesante."

—No te preocupes —mi madre interfirió—. Yo lo resuelvo.

Llené mis mejillas con aire, y me quedé así por un rato.

"Cuando tu madre te mira mucho, me pongo de nervios."

¿Te pones? Somos una, yo también.

—Ginebra... —empezó mi madre.

—Esperen todos aquí, voy a tirarme de un acantilado. Vuelvo al rato —intenté pasar entre todos, pero mi madre me sostuvo de un brazo.

Bajé la mirada inconscientemente.

No quería mirar a mi madre, no podía. Ni tampoco podía mirar a alguien que se encontrara en esta sala.

¿Cómo me meto en estos líos?

Ni siquiera yo se esa respuesta.

Mi madre se acercó a mi un poco más, y preguntó en medio de un susurro:
—Si te acordaste de lo que te dije, ¿verdad?

Hice de mis labios una línea fina, e intenté sonreírle como respuesta. 

"Si ella supiera, que si lo tuviste en mente..."

No le respondí. Solo posé mi cara en su hombro.

Oí las risas de Alaska y Ginebra.

Las fulminé con la mirada. Pero eso solo hizo que se rieran más.

GinebraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora