• Prólogo •

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Lunes, 10:00 a.m. Escuela del Saint-Valley. Parque de recreos, ambientación para niños de primer grado.

Ginebra Blossom, 6 años de edad.

Narrador Omnisciente

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—¡Oye, tú, mocosa!, suelta esa pelota —un niño castaño de alrededor de 7 años, empujó el pequeño cuerpo de Ginebra para poder quitarle la pelota de entre sus manos.

Ante el empujón, Ginebra se resbaló y cayó dentro del arenero, provocando que la arena ensuciara su uniforme escolar. Después, el niño se aproximó a echarle arena en su falda color gris, con tal de molestarla y hacerle daño más de lo que ya le había hecho—. Por qué mejor no te vas a sacar los piojos, niña fea.

Todo el patio rió con él, mientras tanto, desde los columpios, se acercaba otra chica muy parecida al castaño a coger la pelota de los brazos del que era su hermano.
—No le quites el juguete a esa niña boba, Dembert. Mejor déjale esa pelota pobretona y vámonos de aquí.

La hermana de Dembert, Devon, sabía que si sus padres los veían haciendo eso, les tocaría un castigo seguro, por lo que no tuvo más remedio que sacar a su hermano de allí lo más pronto posible.

Al irse el par de mellizos, los niños que se encontraban en el jardín tomaron parte en la situación echándole arena a la pequeña pelinegra.

Los ojos de Ginebra se llenaron de lágrimas mientras buscaba a su mamá con la vista.
La encontró cerca de la fuente de la entrada al jardín. Se encontraba hablando por teléfono, mientras daba vueltas en su propio eje. Tan absorta estaba en su conversación, que por unos minutos olvidó revisar que su hija estuviera bien.

—Váyanse de aquí pequeñas ratas de alcantarilla —el grito chillón de una pequeña pelirrubia del jardín de infantes llamó la atención de algunas madres, escandalizadas por tanto alboroto. Pero la madre de Ginebra, Gris, seguía en su propio mundo.

—¿¡Qué no ves que quiero pasar, ciego!? —la causante de tanto alboroto no era nada más y nada menos que Graciela, una niña con recorte militar que se acercaba a Ginebra, dando pisotones de furia.

Al verla, la pequeña y asustadiza Ginebra intentó inútilmente arrastrarse hacia atrás, pero lo que hizo Graciela la dejó sorprendida.

Haló su mano para que se pusiera de pie y se presentó.
—Hola soy Graciela. ¿Tú quién eres? Nunca te había visto por aquí.

La sonrisa con la que lo dijo, creó una confianza en Ginebra casi al instante.
—Soy Ginebra, un gusto —dijo, estrechando la mano como días antes su madre le había enseñado, pero en vez de eso, Graciela la abrazó.

El abrazo de oso que le dio solo duró unos segundos, pero tendría un significado especial para ambas toda la vida.

Luego observó su falda que estaba sucia de arena y tierra.

Graciela se puso de cuclillas y empezó a limpiarla mientras la decía:
—Nunca dejes que alguien inferior a ti quiera pasarte por encima o que te pisotee. Y no importa si en algún momento te sientes sola y triste, porque yo seré tu amiga para siempre y estaré cuando me necesites —dijo mientras se incorporaba—. Ahora, ¿Me compras un helado? Es que mi mamá ya no me quiere comprar helado, dice que me estoy volviendo adicta —dijo, como si de un secreto se tratase.

Ginebra rió y acompañó a esa otra pequeña pelirrubia a comprar un helado, sin saber que desde ese día estarían juntas, para siempre... Como ella lo había prometido.

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Se han perdido de esta mágica, hermosa e informativa nota... 

 

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GinebraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora