• El disfraz de conejita •

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Capítulo XXXIII - El disfraz de conejita.

Pov's Ginebra

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Bien. Las cosas estaban así.

Ayden estaba castigado por romperle el tabique a Dembert (que después de una revisión completa ya en el hospital, se enteraron de que también le rompió dos huesos más) y Alaska también estaba castigada, pero no por haberse "liado con Dembert" (ya que Ayden nunca se lo dijo a nadie) si no porque sus notas habían bajado notablemente.

Ya habían pasado unos días de eso. La única manera de que pudiera ir a hablar con Alaska era ir a su casa, cosa que ya no me molestaba tanto debido a que... Bueno, Ayden ya no me resultaba molesto.

En cuanto a nuestra situación, estoy muy confundida. Me gusta, sé que le gusto, pero al estar encerrado todo el día, sin redes sociales y suspendido de la escuela, no podemos hablar nunca.

Hoy era viernes. Viernes en la noche para ser exactos.

Y creo que todos sabemos que significa eso.

—Fiesta, fiesta, f-i-e-s-t-a, fiesta, fiesta, ¡f-i-e-s-t-a! —canturreaba, Graciela.

Me reí de lo ridícula que lucía con la ropa que se había puesto a modo de broma.

Llevaba un vestido ridículamente corto color rosa desgastado, son estilo hippie, pero como si el vestido de por si no luciera raro, llevaba unas gafas de sol gigantes, guirnaldas navideñas como bufandas, mallas grises y botas de vaquero.

—Tiene que ser una broma —intenté pronunciar entre risas.

Ella se detuvo, fingiendo indignación por mi risa.

—¿Disculpe? ¿Se está usted riendo de mí? —reí más alto—. ¡Pero qué falta de respeto! ¡Es usted una maleducada!

Me tapé la boca con una almohada para que mi madre no se asuste con mis carcajadas, que lejos de parecerse una risa, parecía que habían atropellado a un indefenso animalito.

—¡Ya basta! —me golpeó con una almohada—. Tu ropa ya no me queda. ¿Qué se supone que voy a usar?

Me puse de pie y me acerqué al armario.
—Recuérdame porque no trajiste tu propia ropa.

Ella fingió pensar, mientras se quitaba una de las guirnaldas navideñas que guardaba en mi closet del cuello.

—Si supieras que no sé —la miré con una ceja alzada—. ¿Qué? Es que supuse que aun tendríamos la misma talla.

Suspiré. Buscar ropa para mí ya era un problema, imagínense para Graciela que era mil veces más quisquillosa que yo en eso.

—Graciela, teníamos la misma talla, ¿Hace cuánto? ¿Tres años?

Ella se encogió de hombros.
—No sé. Pero sabes que si no uso de tú ropa, no podré ir.

Dejé de revolver mi armario y fijé mi vista en ella.

—¿Cómo así? No te entiendo.

Se tiró boca abajo a la cama.
—Le dije a mi madre que vendría a una pijamada contigo.

Bueno, si lo vemos de una manera, así como de ladito, es prácticamente una pijamada.

"Deja de mentirte a ti misma. No es una pijamada y lo sabes".

GinebraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora