8. Callejón sin salida

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Días pasaron y con ellos mis pensamientos negativos, me sentía un poco mejor después de la turbulencia de sucesos. Mi padre sonreía un poco más, a pesar de que cuando se quedaba solo en la sala o en su habitación lo oía sollozar, en algunas ocasiones lo encontré discutiendo con los utensilios de la cocina por no saber cómo utilizarlos.

Al principio fue algo cómico, pero después terminaba melancólico y apagado, por eso decidí hacerme cargo de cocinar.

Resultaba un buen gesto el que Gabriel Rogers—mi padre—preparara la comida para sus hijas, después de todo mamá le había enseñado algunas cosas, pero no podía permitir que se desmoronara cada que intentara cocinar algo por el recuerdo de su amada que aquella acción le evocaba.

Por otro lado, Nathy estaba estable. Mi hermana salía de la habitación de vez en cuando para jugar en la sala con sus animalitos de peluche, a quienes le tenía mucho apego, de esa forma cualquiera que la viera la tendría como una niña normal, pero no era así. Papá me contó que debíamos ser más comprensivos y pacientes con ella, además de brindarle mucho amor.

No sería esa una tarea difícil si ella no continuara evitando mi presencia. Cuando quería algo le susurraba a papá al oído, lo cual era bueno, al menos hablaba con él. Pero en varias ocasiones teníamos que permanecer las dos en casa, lo cual era incómodo porque ella hacía como si estuviese sola.

Ya no sabía que era más triste; que ni hermana me ignore o vivir tan solo con el recuerdo de mi madre.

En cuanto a la noche en que el Sheriff me trajo a casa, desperté en mi habitación con un padre sentado a orilla de mi cama con una expresión de cansancio.

Al verme despertar, me abrazó.

Lo más increíble del asunto no es que me haya dado cariño en vez de abrazarme sino que, al mismo tiempo que me mantenía entre sus brazos empezó a llorar en mi hombro.

Sentí que el alma se me caía. Incluso llegué a arrepentirme de haber salido sin comentarle.

Saber que alguna forma la causé una inmensa preocupación al único ser que me brindaba su protección, me hacia sentir el peor ser humano de este mundo.

Cuando nos separamos, sus ojos estaban hinchados y cubiertos de lágrimas. Su cabello alborotado y su camisa mal abotonada, le brindaban una imagen deplorable, imagen que me llevaría tatuada en la memoria.

Jamás lo había visto así. Él, un ser alegre y dispuesto a ayudar a quien lo necesite, en ese momento no era ni la mitad del hombre fuerte al que conocí toda mi vida.

Luego habló:

—Pude...Pude haberte perdido—dijo con la voz quebrada.

Limpié algunas lágrimas que rodaban por su rostro. No sabía que decir para reconfortar su pena. Estaba claro que no solo lloraba por mí.

En ocasiones no solo lloramos por lo que nos aqueja al instante, si no por todo aquello que nos guardamos con anterioridad. Acumulamos todo el dolor, todo el sufrimiento hasta llegar al punto en el que solo basta una palabra o una circunstancia para tocar fondo.

Aquello le sucedió a mi padre esa noche.

Se mantuvo fuerte y comprensivo frente a nosotras desde el accidente, hasta que ya no pudo más.

Mi silencio ante su desesperación no era buen consuelo.

—Perdóname papá—dije—, no creí que algo así pasara.

El asintió comprensivo, suspiró, besó la coronilla de mi cabeza y dijo:

Disculpa mi estado, pero no lo puedo evitar—me tomó las manos.—Tu y Nathaly son mi debilidad, mi talón de Aquiles. Al igual que lo era tu madre y me la quitaron.

Aike ||PausadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora