Prólogo

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No soy una insensible, mucho menos una persona que no comprenda el sufrimiento de otros, aunque no es mentira decir, que me cuesta entenderlos.

Durante mucho tiempo mis emociones fueron un torbellino entre el enojo, la frustración y la tristeza, podría decirse que siempre estuve ligada a aquello que la gente considera como pasajero, porque claro, puedes sentirte triste, pero no vivir siendo triste.

Yo no soy así, mi normalidad son esos cambios de ánimo, esas oscilaciones que muchas personas consideran desagradables o que quieren sean transitorias, para mí nunca lo han sido, es mi estado permanente.

Razón por la que siempre supe que la gente a mi alrededor se preocupaba por mí, porque yo a sus ojos no era normal, lo sabía. No puedo decir que durante un largo tiempo no me dolió, la verdad es que sí lo hizo, pero aprendí a vivir con ello, me cansé de eso en realidad.

Comencé a darles lo que querían, cometí un error, no puedo decir a ciencia cierta cuando fue, pero desde que me entregué a lo que ellos pedían, me perdí, esa mascara se volvió mi día a día y ya no sabía cómo estar sin ella.

No puedo decir que me molesta, ¿Cómo puedo decir algo así cuando es la única forma en la que se vivir?

Muchas veces me siento tan hundida en un hoyo, pero no me veo pidiendo ayuda. Puede estar mi mente en llamas y para el resto sigo siendo la persona más equilibrada del mundo.

—Ya está mejor—esa fue la corta frase que mi madre dijo después de meses estando afligida por mí, sentí su alivio, no podía quitárselo. Más bien no quería hacerlo, verla mal también me torturaba.

Al comienzo no lo hacía, pero en algún punto de mi vida me di cuenta de que mi forma de ser no era lo que "normalmente" las personas quisieran, al contrario, era todo lo opuesto, y no, no era una faceta, era mi mayor matiz.

No voy a culpar al resto, desde que me puse esta mascara la responsabilidad fue mía, nadie me negó la ayuda, era yo cansada de recibirla. 

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