Capítulo Diez

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Un par de noches atrás había pensado en un río hecho de lágrimas. Con sus rodillas apoyadas en el suelo de madera y sus mejillas empapadas, aquella imaginación que tenía servía de consuelo. En su mente, aquel río bajaba por un pueblo y se dirigía hacia una montaña. Alba se sentía contenta al fantasearlo, porque el agua de sus lágrimas era fresca, servía para que su río mantuviera el camino con vida. Peces saltaban dentro de él, regocijándose. El riego se suministraba por la mañana y rosas y jazmines crecían a sus costados. Avanzado el mediodía se acercaban los habitantes, con sus prendas hechas a medida y sombreros de muchos colores. Se inclinaban sobre las hierbas y sin dificultad alguna recolectaban el agua para beber y cocinar. Por la tarde, ya con sus barrigas llenas y sus rostros repletos de sonrisas, se tomaban de las manos y no conseguían pensar en algo mejor. El sol brillando en el cielo, árboles frutales a la vista y esa sensación dentro de ellos que era el amor. Se trataba de un escape que Alba disfrutaba. Aquel pueblo y aquel río se sentían tan reales, que era como si existieran de verdad. Era muy reconfortante, tener un lugar propio donde refugiarse cuando todo era demasiado y sin aviso previo la oscuridad invadía. Especialmente aquella mañana en la que se encontraba, donde el sol no se había asomado en ningún momento y Sabela no estaba con ella ni lo estaría. Por suerte, no había sido una sorpresa, Alba lo esperaba. La noche anterior su amiga la había llamado por teléfono para avisarle que tenía una cita con el oftalmólogo por la mañana, por lo que no podría asistir al colegio, ni al salir ni por la tarde, pues el fondo de ojos no le permitiría ver a quien tendría enfrente, aunque lo intentara. Desde luego, ambas rieron ante el comentario. Alba había dicho que no había problema, que podía entenderla, era cierto que quedarse en casa era lo mejor. Y, segundos después, Sabela se adentró en un completo silencio, dejando a Alba sin más opción que preguntarle si aún permanecía del otro lado de la línea. Sabela había dicho que sí. Sabela también le había comentado que con su familia habían adoptado un gatito y le habían puesto José. Al instante los ojos de Alba se abrieron bien grandes y una sonrisa se apoderó de ella, forzándola a confesar que se moría de ganas de conocerlo. Desde su casa, Sabela también se moría porque Alba lo conociera, también se lo había confesado. Y Alba aún lo pensaba, mirando por la ventana a esa mañana sin sol. Biología no había sido otra cosa más que un aburrimiento. Sin Sabela, las horas habían sido eternas, las clases silencio, el día un poco vacío. A suerte suya, cinco minutos más y la campana sonaría, indicando a los jóvenes que ya eran libres de marcharse. De momento, permanecían inmersos en un mar de bullicio. El profesor ya había finalizado su lección, hasta que el tiempo se cumpliera les había permitido dispersarse. Y eso habían hecho. Reunidos en grupos, a lo largo y a lo ancho del salón, los estudiantes conversaban acerca de todo tipo de cosas. Moda, música, las películas que pasaban por la tarde en el cine… Pero Alba permanecía en silencio, acompañada únicamente por su mente. Ya fuera por los eventos de la noche anterior o por ese río de lágrimas que sustentaba un pueblo, sus pensamientos le permitían una distracción que necesitaba, pues unos pocos metros más allá, sabía que Ana Guerra y sus amigas estaban hablando de ella. Sabía que también era de ella de quien se reían. Así había sido toda la mañana, de eso se había tratado cada murmullo que había oído a sus espaldas; antes de salir de su casa, se había visto en el espejo, se había colocado esa bandita en su mentón. La herida aún se veía bastante mal, bastante fresca, Alba no había tenido otra opción. 

'-¿La has visto? ¿Has visto su rostro?'

Debía de parecerles tan gracioso, pensaba. Debía de parecerles otro tanto patético. Alba en el suelo, con una mueca de dolor y sangre escapándose de su corte en la piel. Cuántas cosas darían a cambio por tan solo haberlo visto, junto con lo que vino después. Alba levantándose con dificultad, sacudiendo la tierra de su abrigo, apretando sus dientes para suprimir el dolor… Y Ana marchándose entre risas, mascando chicles, sacudiendo su cabello de lado a lado a la par del viento. Oh, cuántas cosas darían por tan solo haber estado junto a ella, caminando victoriosas, intocables como siempre… De regreso al salón, los susurros cada vez se oían más fuertes, cada vez se volvían más difíciles de ignorar. En verdad no hacía falta que mirara por el rabillo de su ojo, no había duda de que la estaban observando, de que sus risas se debían al hecho de que una vez más Alba Reche había recibido una buena. 

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