Juego de coles

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Todo el piso estaba impregnado del olor peculiar que habían desprendido las coles en agua hirviendo. Las tres chicas se encontraban ahora sentadas en el salón frente a tres platos humeantes. Carol y Paula, sentadas en el mismo sofá una junto a la otra, miraban sus platos y sus pensamientos saltaban entre expresiones de ánimo para hacerse de tripas corazón y comerse aquello, a excusas educadas pero firmes para negarse a ingerir esas cabecitas verdes de olor repugnante. Lucía, que estaba en el sofá frente a ellas, las miraba con una sonrisa maliciosa en la cara. Sabía exactamente lo que tenía que hacer para acabar con esa situación de una vez por todas.

- Tengo una idea! - Dijo en un tono más alto de lo habitual, haciendo que la pareja delante suya diera un respingo - Vamos a jugar a un juego!

——

Sonó el timbre y Lucía miró el reloj extrañada. Eran las nueve de la noche y no esperaba a nadie. Apagó el fuego de la cocina y mientras se lavaba las manos gritó "voy" alargando el sonido de la o.

Abrió la puerta aún secándose las manos con un trapo al tiempo que levantaba la cabeza para descubrir a una Carol inquieta delante de su puerta pidiendo pasar. Miraba hacia arriba intentando contener las lágrimas que luchaban por caer. Le formaban un especial brillo en los ojos que se combinaban en ese momento con una sonrisa entre alegre y avergonzada. Los pensamientos que se cruzaron por la mente de Lucía al verla así daban para otra fanfic de contenido adulto. No era la primera vez que se fijaba en Carol de aquella manera pero esta vez fue algo más intenso. Necesito echar un polvo urgente, pensó, y se apartó del umbral para dejarla entrar.

- Amor! Pasa, pasa... ¿a qué debo esta agradable sorpresa?

- Perdona Lu, no sabía a dónde ir. Me estaba agobiando y en esta ciudad no se puede dar un paseo tranquila. Hay demasiado ruido y me agobia más. Además los paseos me hacen pensar más, y no necesito pensar, necesito hablar, necesito sacarlo. Con Roger no puedo, es que no lo entendería, bueno que no lo entiendo ni yo y, entonces qué le digo, ¿sabes?

Lucía se la quedó mirando fijamente mientras su cerebro intentaba procesar todo lo que le estaba diciendo. La mirada de Carol suplicaba comprensión así que Lucía evitó decir que no se había enterado de absolutamente nada y simplemente la invitó a sentarse señalando el sofá con el brazo.

- Ven cari, siéntate aquí y si necesitas hablar, pues hablemos. ¿Quieres un vaso de agua? - La otra no contestó con palabras pero hizo evidente que necesitaba algo un poco más fuerte que solo agua. Lucía sonrió y se dirigió a la cocina. - Creo que aún tengo de tus cervezas en la nevera... Ajá, bingo!

Cuando Lucía volvió al salón con dos cervezas frías en la mano, Carol ya se había quitado el abrigo. Estaba sentada en el sofá con los codos apoyados en las rodillas y las manos sosteniendo su cabeza. Bufó y se alborotó el pelo. Odiaba no poder quitarse de encima esa sensación que le oprimía el pecho. Ella se caracterizaba por vivir en una nube, por relativizar los problemas y no agobiarse fácilmente. Odiaba estar atrapada entre tantos sentimientos que le quitaban lo que más apreciaba, su libertad.

- Chica, ¿pero qué pasa? ¿Desde cuando la morena paz y amor me lleva esos ánimos? Toma, bebe y cuéntame.

- Lu, es que nunca me había sentido así. Que ya ni el yoga me ayuda. Es como si me obligaran a llevar una armadura que pesa una tonelada. Y ya todo lo que hago me cuenta el triple.

- ¿Estamos hablando de lo que creo que estamos hablando?

Carol desvió la mirada al suelo y suspiró.

- ¿La rubia? - preguntó Lucía con una voz dulce y tierna.

- La rubia... - contestó Carol resignada, levantando la cabeza, dejando ver cómo una lágrima caía por su mejilla. - A estas alturas es absurdo seguir negándome lo que siento pero es que te juro que literalmente me pesa. Y cuanto más lo pienso más pesado se hace. Esta tarde he llegado a mi límite y por eso me he agobiado tanto.

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