Persecución

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    Piernas que se mecían erráticas,
    frenéticas,
    iracundas si se quiere;
    corriendo una carrera infinita
    contra el tiempo,
    atravesando las calles,
    saltando de la acera al pasto
    y luego a la vereda,
    esquivando personas,
    maniquíes de carne inmóviles,
    ajenos a la realidad,
    y a donde irán los ojos
    cuando se cierran,
    cuando se niegan a mirar.

    El corazón prisionero en su jaula de huesos, se alborota contra los barrotes como en un loquero. Ríos y ríos de sudor que surcan pieles blancas y quemadas por el sol, desciende por el torso y bañan las ropas holgadas con su ácido sabor. Una expresión que dice más por su contexto que por ella misma, ojos desorbitados, la boca abierta clamando auxilio y la voz desaparecida, ahogada en un grito inaudible. Manotazos desesperados al aire que intentan atajar al viento, usarlo como un impulso o derribarlo como obstáculo.

    Si el mismo Usain Bolt le viera, le envidiaría tal velocidad, un guepardo le temería a tal depredador. Fugaz la locomotora de carne, expulsa vapor por donde pasa.

    Una flecha disparada sin blanco, lanzada la lanza por un cazador ciego, una bala perdida por algun incompetente festejando otra vuelta al sol, pirotecnia que recorre el firmamento antes de reventar en el estallido triunfal de la conmemoración de una nefasta revolución.

    De que amenaza huirían aquellas gambas que rompían récords y quemaban el suelo.
Y qué tan lejos podrían haber llegado de no haber utilizado una pollera larga.

    Renegada toda su vida a la sexualización, se mantenía ajena a las modas, a la ropa reveladora, a las polleras cortas y los shorts, pero a su abultado pecho no hay quien lo tape, y ni los mejores perfumes tapaban su aroma a mujer que aquella bestia tanto adora. corría evitando caer con su falda de tubo hasta los tobillos que jugaba a ponerle la traba con cada vaivén de sus piernas. Los zapatos de charol le ardían los pies, las ampollas nacían y reventaban dentro del cuero. El corpiño de alambre roto le pinchaba una teta con cada sacudida, cortaba y desgarraba y lo que no lo marcaba en líneas rojas como a una esclava.

    Parecía victoriosa, pero la bestia que la perseguía no se cansaría hasta clavar sus dientes en su desnudo cuello, quizás lo único desnudo además de su rostro que a medias cubría con un pañuelo verde.

    Tropezó, una baldosa floja que cedió debajo de su tobillo y fue a parar de bruces contra el suelo. Primero el ardor en las rodillas, cortando la tela y abriendo la piel, luego las manos al intentar amortiguar la caída y, al final, la cabeza impactando contra el suelo con un sonido sordo que retumbó dentro de su cerebro hasta que ya no saliera aire por su nariz. 

    Lo que sea que la perseguía se abalanzó sobre ella y entre arremetidas, gritos, sangre y bramido le fue quitando la vida. La calle como un desierto nunca vio tanta paz como cuando la mujer dejó de respirar, los maniquíes no miraban y en su lugar se metían dentro de sus casas.

    Sirenas a lo lejos se acercaron al encuentro una hora (o tal vez dos) después de que el último grito se ha lanzado. El cuerpo desnudo al rayo del sol, se bronceaba para darle color a una vida pálida y amargada. Cortes profundos, ya sea de dientes o de cuchillas, hicieron su trabajo al liberar la sangre de la monotonía de sus venas. La sangre se esparcía y caía por la alcantarilla. 

    Algún vaso se llenaría y el ciclo seguiría.
    Que dura la vida de quien lucha.

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