Capítulo 2

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Londres, Reino Unido.

—Quita tu asqueroso culo de mi hermoso rostro —me quejo, terminando por chasquear la lengua cuando mi pequeño hermano restriega su trasero envuelto en mayas en mi cara, mientras se sube al auto e intenta rodearme para quedar del lado de la ventanilla

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—Quita tu asqueroso culo de mi hermoso rostro —me quejo, terminando por chasquear la lengua cuando mi pequeño hermano restriega su trasero envuelto en mayas en mi cara, mientras se sube al auto e intenta rodearme para quedar del lado de la ventanilla.

Incluso puedo escuchar a Ferguson, el chófer, reírse de mí desde el volante. Termino por pellizcarle el trasero con fuerza haciendo que chille de dolor y se lo sobe.

Por cretino.

—Técnicamente no es su culo, son sus nalgas, el culo vendría siendo el orificio por el cual... —mi otro hermano se calla abruptamente cuando es empujado con fuerza al interior del auto, detrás le sigue Laurent quién cierra la puerta tras él y procede a subirse al asiento del copiloto.

Murmuro una maldición y encuentro que dos rostros idénticos llenos de pecas me regalan sus miradas maliciosas. No me consuela que sus cabezas estén coronadas por una mota de cabello rojizo, casi del mismo color que el mío, de alguna manera les da un aspecto más siniestro.

—Se van a comportar durante el recorrido a casa, ¿Vale? —advierto—. La última vez hicieron tanto desorden que terminaron por marearme. Compórtense, no tienen diez putos años.

—Oh, la princesa no está de buen humor hoy Louie —se burla Loick, poniendo una expresión de pena fingida en su pequeño rostro de diablo.

— ¿Tal vez deberíamos animarlo un poco, que dices Loick? —este por el contrario se atreve a formar un puchero.

Resoplo, aquí vamos de nuevo. Los dos consiguen treparse sobre mí y picarme la panza con sus dedos traviesos haciéndome cosquillas. Doy patadas y puñetazos al aire exigiéndoles que me dejen en paz pero término riéndome y al borde de orinarme en mis pantalones.

—Ya niños, dejen en paz a Lowell —pide Laurent luego de reírse un rato de mi desgracia, mientras se pone el cinturón de seguridad.

— ¡No somos niños! —gritan al unísono.

—Pues como si lo parecieran —me quejo.

Ambos me regalan una expresión de burla y Ferguson arranca para llevarnos a casa, dejando atrás la pista de patinaje. Mis hermanos menores, quienes tienen dieciocho años pero parecen de diez, son patinadores natos desde niños, todas las tardes paso por ellos luego del trabajo y aunque finjo que es un suplicio y me molesta su compañía, la verdad es que lo disfruto. Su sentido del humor es tan único que te animaría incluso en los peores días.

—Ferguson, por favor pon un poco de rock —pide Loick

—No que va, pon algo más pop —contradice Louie.

Los dos se miran con ojos entrecerrados, como si fueran dos rivales en una película de vaqueros y es entonces que empiezan la batalla campal. Se empujan, patean y jalan del cabello en su intento de ver quién logra llegar primero al estéreo. Ferguson intenta razonar con ellos y Laurent amenaza con pegarle una patada en las pelotas a cada uno para que se pongan el cinturón de seguridad.

(LH.1)- La dulce perdición de LowellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora