Capítulo 20

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Durante el viaje de cinco días en carruaje, una sensación de finalidad persiguió a Magnus.

Hacía casi un año que había viajado en un carruaje como aquel, acompañado de desconocidos que, por ser quien era, le protegerían, y con el propósito de detener una inminente guerra y demostrar a su padre que no era un fracaso. En ese momento, ya no era un príncipe incauto, sino un rey a punto de iniciar la negociación decisiva para su futuro y el de su reino. Le sudaban las manos y el traqueteo y vaivén del carruaje lo mareaban, pero se abstuvo de mostrar su incomodidad.

Magnus tendría que vencer en aquella negociación a través de la palabra. Estaba claro lo que Eralión quería: su alianza para marchar hacia el oeste y destruir la Muralla y, con ella, lo desconocido al otro lado.

Antes de la muerte de su padre, había pensado que aquella motivación era un disparate, lo que volvía al rey de Eralión un lunático. Sin embargo, tras la revelación de su padre de que los fae existían en su lecho de muerte, ya no creía que el rey Marco estuviera tan loco. Después de todo, su madre había cruzado la muralla y algo o alguien en Ática había querido matarla.

A esa conclusión había llegado Magnus. Se había negado a reflexionar sobre la incógnita de su ascendencia, ya que no había manera de saber si su progenitor era Píramo o un desconocido, como había dado a entender su supuesto padre. No merecía gastar energía en esos pensamientos que sólo lo entristecerían y le distraerían de sus mayores dudas. ¿Por qué su madre había ido a Ática? ¿Qué habría pasado en aquel reino? ¿Qué le habían hecho aquellas criaturas para que regresara enferma a Eroda? ¿Por qué querían matarlos a su madre y a él?

Toda su vida había pensado que él había sido el asesino de su madre. Había llorado y había sufrido y se había odiado a sí mismo como nunca había llegado a odiar a nadie hasta que comenzó la guerra contra Eralión. El odio era un sentimiento extranjero que nunca había ardido con tanta fuerza en su pecho. Creía que su odio hacia sí mismo y hacia el rechazo de su padre había sido poderoso, y luego había creído que su odio hacia el rey Marco de Eralión sería insuperable.

Pero ambos sentimientos eran el roce de una pluma comparados con su odio hacia Ática.

No sabía qué había detrás de la muralla —ni lo sabría nunca. Sólo sabía que al otro lado seguramente seguían vivos los asesinos de su madre. Si fuera por él, se uniría al rey de Eralión en su propósito de cruzar el limes entre Ática y Eroda. Pero le había hecho un juramento de que no lo haría a su padre, por lo que tendría que cumplirlo. Si hubiese pensado con claridad en ese momento, no lo hubiese hecho. El fuego de su odio no había empezado siquiera a crepitar, no cuando la pena y el duelo lo nublaban todo. Ahora, semanas después de la muerte de su padre y de su coronación, toda la rabia y la ira quedaron guardadas en lo más profundo de su ser. Aquella comprensión le hizo ver las cosas más claras y le mostró un camino a seguir.

Firmaría la paz con el rey de Eralión, reconstruiría y revitalizaría Eroda y, después, averiguaría lo que le había ocurrido a su madre. De alguna manera, lo conseguiría sin tener que romper las promesas que le había hecho a su padre. Y cuando ya hubiese resuelto todo, gobernaría en paz y al lado de—

La mañana de la partida se había despertado solo en su cama. Se había incorporado, asustado, al no descubrir a Alec junto a él como había esperado. Había sido un sueño hecho realidad contemplar cómo dormía y había querido completarlo presenciando cómo se desperezaba y despertaba y lo miraba con esos ojos azules, entonces iluminados con la claridad blanca del amanecer. Había salido de la cama, dispuesto a encontrar a Alec, apartando las sábanas de su cuerpo con violencia, cuando de estas cayó un trozo de papel.

rex aureus « malecDonde viven las historias. Descúbrelo ahora