Epílogo

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Magnus contempló el mapa extendido sobre el escritorio. Siguió con la mirada las líneas del continente que se estiraban hacia el este a donde su enemigo, Eralión, se había retirado. Por el momento; de eso estaba seguro. La guerra no había terminado, no del todo, aunque muchos pensaran así y creyesen que el enemigo ya no estaba en el este, sino en la propia Eroda.

Pocos habían estado presentes durante los sucesos acontecidos en La Fortaleza, pero los rumores ya se habían empezado a esparcir. La población de Eroda estaba preocupada y sus súbditos se estaban volviendo los unos contra los otros, acusándose entre ellos, pensando que el vecino o incluso algún miembro de sus familias eran infiltrados áticos. Algunos nobles ya le habían exigido a Magnus que tomase medidas respecto a esos "monstruos" que habían corrompido a la raza humana. Magnus, con las manos atadas, no sabía qué hacer. A causa de su tardanza, algunos nobles estaban tomando la justicia por su mano y castigando a los sospechosos de poseer sangre ática. Se detenía a cualquiera que portase algo de metal azul y si al quitárselo, era desenmascarado, se lo torturaba e incluso se le quemaba en las plazas de las aldeas y ciudades, en busca de dar ejemplo a la población.

Jace y Clary, como el resto de nobles, habían participado como jueces en alguno de esos juicios y habían podido salvar a los inocentes humanos. Sin embargo, no habían podido salvar a aquellos que, al desprenderse del metal azul, habían mostrado colmillos y orejas puntiagudas. El pueblo había pedido sangre y, para aplacar su odio y su miedo, siempre de la mano, habían tenido que permitir el asesinato.

Clary le había escrito una carta a Magnus después del primer juicio en el que encontraron a una mujer culpable. Jace y Clary habían vuelto a residir en el Palacio del Acantilado, pero ya no lo harían con toda su familia. Alec ya no estaba y Emma y Julian se habían marchado a Eopolis, la residencia de la familia Blackthorn. Magnus y Clary compartían correspondencia, informándose de todo lo que ocurrían en sus vidas a pesar de la distancia. Clary le hablaba sobre los avances del embarazo y Magnus sobre la vida en la corte y noticias falsas sobre Ática.

Clary contaba en su carta que Jace no había podido pegar ojo durante varias noches porque tenía pesadillas en las que la mujer ya no era la quemada en la hoguera apresada con metal azul, sino Alec. En cuanto leyó esas líneas, Magnus dejó de leer y apartó la carta de su vista.

No quería alimentar a su imaginación con más pesadillas.

Habían pasado tres meses desde que se despidió de Alec ante la Muralla de Poniente. Si cerraba los ojos, aún podía descifrar a la perfección sus rasgos fae: sus pómulos marcados, su nariz recta, sus orejas picudas y sus ojos igual de azules pero con un anillo plateado bordeando el iris. Había sido tan diferente al Alec al que había conocido, pero a la vez, seguía siendo el mismo. Recordaba la calidez de su cuerpo a causa de la fiebre provocada por la herida. Lo había abrazado durante todo el viaje en el que atravesaron Eroda de punta a punta, rumbo al limes de Eroda. Con cada kilómetro que habían avanzado, había visto más próxima la despedida y se había aferrado a Alec con más insistencia. Le había importado poco que Alec se mostrara diferente, que los colmillos de su boca se asomaran cada vez que gritaba de dolor en sueños y se aferraba a la ropa manchada de sangre de Magnus. Todo en lo que había podido pensar era en que Alec tenía pocas esperanzas de vivir y la única que tenía se traducía en una despedida, tal vez para siempre.

Por eso le había ordenado que le prometiese que volvería. No confiaba del todo en que en Ática curarían a Alec. Dejarlo marchar había abierto una herida que creyó cicatrizada. Cuando su madre volvió de Ática, lo hizo para morir. Su padre tuvo que ver al amor de su vida fallecer y Magnus había tenido que ver cómo el suyo se desangraba hasta bordear el abismo de la muerte y se marchaba allí donde él nunca podría ir.

rex aureus « malecDonde viven las historias. Descúbrelo ahora