Capítulo 11

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No podía mover la parte inferior de su cuerpo.

Habían pasado días desde que regresó a la capital, días nublados en su memoria porque los pasó durmiendo la mayor parte del tiempo. La sanadora le había dicho que era un milagro que siguiera vivo con todas las heridas que había recibido, la deshidratación, el cansancio y el viaje de varias jornadas a caballo. No sabía qué veneno había causado la parálisis de las piernas, pero le dijo que enseguida se pondría a investigar para buscar el causante y conseguir una cura. Alec había soportado el monólogo científico de la sanadora con apatía, mirando fijamente la ventana, incapaz de moverse y enterrado en mantas.

La sanadora le comunicó que quedarían cicatrices bastante grandes y feas, pero a Alec no le importó porque ya tenía de esas. Y no era como si se pudiese ver la espalda.

Cuando se despertaba de vez en cuando de su largo letargo en cortos e irregulares intervalos, recordaba lo vivido en el campamento de Eralión y sentía que era incapaz de respirar. Había estado poco tiempo en ese lugar, pero la experiencia había sido intensa y traumática. No solo a nivel físico, también mental. No dejaba de ver el rostro de aquella general, del rey de Eralión y de As tras sus párpados. La mirada fría de la primera, la sonrisa ladeada y los ojos verdes del segundo y las últimas palabras del tercero.

Cantón del Lobo. Hace dieciocho años.

Hacía dieciocho años había sido prácticamente un recién nacido. ¿As sabía quién era? ¿Pero cómo, después de tanto tiempo? Alec no se acordaba de él, por supuesto. No se acordaba mucho de su temprana infancia, quizás para protegerse de los traumas y los malos recuerdos. ¡Había sido un bebé! Pero As debía de conocerlo. Si no, ¿cómo sabía que abandonaron a Alec en un orfanato de Cantón del Lobo?

Alec sabía que era distinto al resto y eso era peligroso. As también era distinto. Tal vez As fue el que le abandonó en el orfanato nada más nacer. Tal vez... As era alguien de su familia.

Alec cerraba los ojos con fuerza, apretando los párpados hasta que le doliesen, intentando espantar esa idea de su mente. Porque si se instalaba en esta, no podría vivir consigo mismo. Hacía mucho que había renunciado a encontrar a su familia biológica —sólo los niños huérfanos débiles se empeñaban en ello. Alec sabía que aquel camino sólo llevaba a un cementerio plagado de decepciones y amargura. Sin embargo, el solo pensamiento de haber encontrado a alguien que compartiera su misma sangre y de haberlo abandonado para que lo torturasen...

Pasaron cinco días en los que estuvo fluctuando entre el sueño y la vigilia. Debía de entrar y salir gente de la habitación, porque, a veces, cuando se despertaba, le habían cambiado las mantas o había un nuevo plato de comida junto a la cama. Y, a veces, encontraba al príncipe Magnus sentado en una silla junto a la cama con un libro en el regazo.

No comprendía qué motivaba al príncipe a acompañarlo y velar por él, pero no se iba a quejar. Tampoco iba a admitir que sentía mariposas en el estómago cada vez que Magnus le sonreía al descubrirlo despierto y le ofrecía algo de beber o comer. Alec no hablaba mucho, pero no pasaba nada. Magnus se encargaba de llenar los silencios, de brillar con luz propia y hacer que los días fuesen más llevaderos.

Se había enterado por una conversación entre dos sirvientes que cambiaban las sábanas de su cama que la guerra era oficial y que casi todo el ejército de Eroda se había desplazado al este. Imaginó que sus amigos ya estarían ahí, preparándose para un nuevo ataque. Alec deseaba estar allí y luchar codo con codo con ellos, como siempre lo habían hecho.

rex aureus « malecDonde viven las historias. Descúbrelo ahora