TREINTA Y CUATRO

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Mirar.

Mirar fue lo único que pude hacer en esa fracción de segundos que me parecieron la medida de una eternidad.
Quizás debí moverme, pensar, hablar, cualquier cosa o acción que no haya sido quedarme callada e inmóvil. Pero eso fue lo que hice.

Porque ¿Qué puedes hacer cuando ves a una de las personas más importantes para ti de aquella forma? ¿Qué haces cuando estás perdiendo algo de forma inesperada y ni siquiera te otorgan el derecho a aferrarte y decir: es mío?
Y reitero, quizás debí moverme, hacer algo, cualquier cosa por mínima que fuese en lugar de quedarme en shock, pero no pude.

Mi vista estaba fija en su cuerpo y solo podía pensar de acuerdo a mi punto de vista.

Muerto.

Axel estaba muerto. Ni siquiera había tocado su pulso y realmente no sabría decir si alguien lo hizo. Tampoco podía decir lo que sucedía más allá de su cuerpo, más allá de él.

Un hermano.

Axel era mi hermano.

Y lo estaba viendo cómo se desvanecía poco a poco, quizás no físicamente, pero de alguna u otra forma lo hacía. Y yo iba detrás de él.

Siempre había escuchado a personas decir que cuando se perdía a un ser querido el arrepentimiento llegaba como un torbellino arrasando con las pocas láminas que conforman el techo del alma; eso era en algunas personas. Las preguntas tortuosas, ¿Por qué le dije ésto? ¿Por qué no le dije aquello? ¿Debí tratarlo mejor? ¿Quizás debí hablarle más? Y una innumerable cantidad de pensamientos cargados de arrepentimiento y culpa que no tenían retorno hasta que se sanaban desde el inicio de la cicatriz.

También estaban los que recordaban los buenos momentos. Era una buena persona. Recuerdo su sonrisa. Su voz era muy dulce. Siempre fue amable con todos. Y ¡Ah! Paremos de contar.

Pero por mi mente no pasaba nada, al igual que años atrás cuando estaba en la cárcel y uno de los policías me dijo que acababan de enterrar a mi mamá. No se puede pensar en nada, no se puede hacer nada, solo sentir.

Y aquel día, cuando me di cuenta de que no le pude decir adiós a la mujer que se supone siempre estaría conmigo, sentí. Había un sentimiento que profesaba sus inicios desde lo más profundo del corazón, o quizás más adentro, que quitaba la respiración y te impedía pensar. Porque era lo que menos hacía.

Macki, en aquel momento y ahora, no pensaban. Porque el dolor era más grande que cualquier pensamiento racional o irracional; y era un juramento eterno de nunca acabar.
Así como con mi madre, porque aún me dolía, aún la extrañaba. Y siempre te dicen "te acostumbras al dolor", pero yo nunca me acostumbré, y podría jurar que me dolía más conforme pasaban las horas, los días, los meses y los años, y no podía ver a mi madre y decirle que la amaba.

Y en ese jodido instante, cuando vi el cuerpo cubierto de sangre de quién me amaba, me cuidaba, me aconsejaba y me daba toda su lealtad y amistad, solo pude sentir y repetir nuevamente el dolor agonizante de una perdida.

—¡Hay que irnos!

Sí, escuché el grito, también escuché el sonido excitante de las patrullas policiales, luego el zapateo de varias personas corriendo, pero no logré entender nada de aquello. Como cuando te explican una materia complicada y escuchas todo, pero no entiendes nada.

—¡Corre, perra, corre!

Mis ojos la enfocaron, ella me sacudía los hombros bruscamente y abría sus ojos a medida que el sonido de las sirenas aumentaban. Estaba interrumpiendo mi enfoque hacia Axel y en ese momento la odié. Pero no era yo y lo sabía, era el sentimiento de una persona perdida.

Una Mujer Bien Pagada ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora