17. El nacimiento de James (tercera parte)

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Faltaban horas para el amanecer, pero cuando oyó que la lluvia cesaba, Cory decidió que no podía esperar ni un minuto más sin hacer algo. Se puso las botas y salió de la casa del herrero rumbo al castillo.

Le tocó caminar una buena parte del camino, por lo que no escatimó frases de agradecimiento y elogios a la indudable bondad del agricultor que accedió a llevarlo. El recio campesino no sólo lo dejó subirse a su carro cuando ya las piernas no podían sostenerlo, sino que a pedido suyo, y bajo la promesa de una sabrosa recompensa, lo llevó hasta la puerta misma del castillo Coveley.

En un primer momento, el hombre dudó que Cory pudiera ser, como dijo, el asistente personal y hombre de confianza de un lord, pero algo en la historia que le contó el muchacho lo conmovió como para desviar su camino y llegarse hasta la entrada del castillo.

A causa del bosque espeso, Coveley no podía ser visto desde el camino y cuando el carro giró en el último recodo del sendero del bosque, el humilde granjero se sintió un poco sobrecogido por aquellos muros. 

El cielo estaba bastante cubierto todavía, y en días así, la imagen era un tanto tétrica

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El cielo estaba bastante cubierto todavía, y en días así, la imagen era un tanto tétrica. Los perros ladraron, nerviosos, y el mayordomo, que salió a recibir el coche pensando que acaso se trataba del doctor, perdió su glacial compostura al reconocer a Cory.

El joven bajó con sumo cuidado del carretón, y caminó hacia el mayordomo con dificultad ya que tenía las piernas ateridas por el inusual ejercicio. Lejos de su elegancia habitual, ahora estaba despeinado, sin sombrero, con su otrora impecable camisa de encaje bastante manchada y las botas cubiertas de lodo.

Cory le explicó que el hombre esperaba una recompensa acorde al gran favor y tragando saliva entró en la casa para reportarse con Lord Coveley.

Afortunadamente no tuvo que soportar su enojo mucho tiempo, apenas minutos después de que el agricultor se hubiera retirado feliz, llevando dos botellas de vino, una gran pata de jamón y tres hormas de queso, el gran coche negro del doctor Burr entró en el patio.

Siendo el único médico en un gran territorio, no era infrecuente que el doctor llegara a su destino cuando la situación ya estaba resuelta, de una u otra manera. Mucho tiempo atrás cabalgaba un bello caballo negro, pero a su edad la cintura ya no le permitía esos sacrificios. Desde hacía unos años optaba por moverse en su coche que, si bien resultaba más lento, le resultaba infinitamente más cómodo.

En este caso, gracias a la pericia de la comadrona, para cuando el doctor atravesó el umbral de la entrada seguido del aprendiz que portaba su maletín, Elizabeth todavía estaba viva y el niño estaba ya en pleno alumbramiento.

Como si fuera una burla, el último pujo de la pobre madre coincidió con la entrada del médico en la habitación. Los alaridos de James Edward Coveley se dejaron oír en toda la casa y cuando minutos más tarde Mary Jane bajó a pedirles agua caliente y más toallas, Janey y las doncellas cayeron de rodillas en la cocina dando las gracias a Dios por el milagro de la vida y la bendición que el niño traería para todos.

Los Secretos de la Luna (Coveley Castle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora