30. La heredera y la serpiente

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"Una serpiente", así me describió la señora Murray a Ellen Paige.

En vez de anunciarla primero, para no perder tiempo Margaret sencillamente guió a la mujer hasta las habitaciones de Lady Coveley, donde Lord Anthony se encontraba en ese momento.

Cuando llegaron frente a la puerta de la recámara, dando un paso adelante con total descaro, fue la misma Ellen quien golpeó la puerta.

Lord Coveley abrió la puerta y vió a la mujer, su rostro mostró toda la sorpresa de que era capaz y el brillo de sus ojos fue mucho más revelador que cualquier cosa que pudiera decir, aunque rápidamente se compuso al ver a la señora Murray detrás de Ellen.

Antes que la señora Murray pudiera pronunciar palabra, Anthony dió paso a Ellen Paige dentro del cuarto y despidió a su ama de llaves con un gesto.

Aquella mujer se quedó en la casa, en la habitación de Lady Coveley —me susurró la señora Murray. Su voz ardía de fiebre pero aún más de indignación, que el paso de los años no había conseguido borrar—. Los McClay fueron despedidos. Solo quedó Arthur, para ocuparse de las cosas del corral. Otra doncella de la casa, el cochero, el valet de Lord Coveley e incluso el muchacho que ayudaba en la cocina también se marcharon... Ya no me permitieron entrar al cuarto de Lady Anne. Ellen Paige se convirtió en la doncella personal de Lady Anne. Desde ese día era ella quien se ocupaba de Lady Anne y era siempre Lord Coveley quien recibía la bandeja con la comida... Ella nunca bajaba a la cocina, ni salía al jardín. Solo estuve en presencia de ella un día, aquel en que llegó a la casa. Nunca vimos su rostro... Las cortinas del segundo piso de la casa estaban permanentemente cerradas, y se nos prohibió absolutamente subir la escalera...

—¿Si no podía subir la escalera, dónde dormía usted, señora Murray?—recuerdo haber preguntado—.

Arthur se trasladó al establo, y yo no tuve otra opción que acomodarme en la despensa, muchacho —dijo ella. Y me sentí extrañamente conmovido de saber que el rincón donde yo dormía, detrás del horno, hubiera servido de dormitorio para ella.

¿Lady Anne se recuperó con ayuda de la señora Paige? ¿La llevaron con ellos al viaje?— pregunté, ávido de conocer qué había pasado aquellos últimos tiempos antes de que los Coveley partieran.

La señora Murray no respondió mi pregunta. Perdida en el hilo de su recuerdo, me dijo:

Como no se me permitía ver a Lady Anne, yo no podía asegurar si ella estaba mejor o no. Pero las sábanas revelaban que su ritmo femenino había vuelto. A decir verdad, ambas parecían estar sincronizadas. La luna las dominaba por igual, para desdicha de Anthony.

—¿Lord Coveley era desdichado?

—Oh, no —me aseguró—. Lord Coveley se dejaba ver poco, pero se lo notaba de mejor humor, menos sombrío que los meses precedentes. A veces escuchaba sus risas... —deslizó la señora Murray. Y en ella el comentario era todo lo mordaz que podía ser.

Pero al parecer no todo era risas, por lo que me contó. Hubo al menos una noche de gritos y peleas, portazos y ruidos de cosas que caen y se rompen, aunque la mañana siguiente amaneció luminosa y la casa estuvo tranquila las siguiente semanas.

Al mes siguiente no hubo lunas rojas, según me contó la señora Murray. Ni al siguiente. Ni al otro.

La señora espera un hijo, anunció el señor un día.

No obstante, al igual que la vez anterior, había dificultades. No sólo los habituales mareos y vómitos, también dolores y pequeñas pérdidas de sangre. Se llamó al doctor para ver a la señora, pero no había mucho que hacer, solo esperar y rezar que esta vez su embarazo llegara a término.

Los Secretos de la Luna (Coveley Castle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora