32. El enamorado

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La mañana siguiente a su regreso, a primera hora Lord Anthony pidió que nos reunamos con él en la biblioteca para informarle de las novedades de la casa y la producción de la finca.

El primero en hablar fue Arthur, informando de las cabezas de la manada de corderos, gallinas, patos y la situación de las seis cabras con que contábamos.

La señora Murray, por su parte, informó al señor acerca del estado del castillo y diversos temas domésticos.

Gracias a sus magníficas dotes de administración y a su frugal manejo de la casa, los señores contaban con ropa de cama, vajilla y demás elementos de confort.

La provisión de velas, leña y vituallas para la cocina estaba garantizada por los siguientes tres meses, cuanto menos.

Yo hubiera jurado que el señor se mostraría por demás satisfecho, sin embargo, a pesar de mostrar su aprobación por las decisiones que se habían tomado en esos años, su actitud pensativa nos dejó preocupados.

La señora Murray y yo fuimos despachados, Lord Coveley quedó a solas con Arthur para conversar acerca de sus planes para organizar la producción de la propiedad. Me sentí levemente contrariado por no ser tenido en cuenta, pero luego me dije que seguro antes o después me enteraría de los detalles de la charla. Y no voy a negar que la perspectiva de asistir a la señora Murray con la preparación del desayuno y así poder ver de nuevo a las damas me causaba el mayor placer.

A cada momento sentía los pasos de Lady Coveley y su hija y el lejano rumor de sus voces. Luego de tantos años en el castillo con la sola compañía de Arthur y la señora Murray, era extraño y a la vez excitante tener otras personas en la casa.

Al cabo de dos o tres días, la nueva rutina había quedado establecida y yo tardé poco en descubrir que había algo extraño en el aire.

Arthur nunca había sido un hombre de mucha conversación, pero ahora estaba más callado que nunca. Y la señora Murray, que siempre tenía algún comentario para hacerme, ahora guardaba un silencio antinatural. Parecía haber envejecido diez años desde la llegada de Anthony, sólo sus ojos chispeaban y no de buena manera.

Lady Coveley llamaba "Margaret" a la señora Murray, esta se refería a ella como "la señora". No "Lady Anne", no "Lady Coveley".

—Arthur, la señora desea que ensilles su caballo —decía. O bien—: La señora ha pedido que la cena se sirva a las ocho.

Lady Coveley no parecía extrañada ni ofendida por este comportamiento, toda vez que el tono era educado, aunque no necesariamente muy respetuoso. Lord Coveley no parecía notar esta circunstancia, ni muchas otras cosas. Realmente, por momentos parecía un hombre común y sus maneras no coincidían con la imagen que yo me había forjado de él.

De a ratos me parecía tímido, pero la forma en que parecía esquivar la mirada de la señora Murray sugería algo que iba más allá de eso. La señora Murray parecía tener cierta autoridad sobre él, y si no hubieran sido Lord y ama de llaves hubiera jurado que era al revés.

Muchas veces me pregunté como podía ser esto, no podía dejar de pensar que ella era su madre, aunque desde luego no se me pasaba por la cabeza mencionar eso en voz alta, ni aún estando a solas. ¿Lo sabría él? Alguna vez llegué a preguntármelo, pero luego me dije que tal cosa era imposible. 

Lady Coveley, desde luego, no lo sabía. De otro modo nunca habría echado a la señora Murray las miradas burlonas y altivas que a veces sorprendía en ella cuando la observaba a escondidas.

Definitivamente, la llegada de los señores había alterado la calma del castillo. Ya nada era como antes, y a pesar de lo que pueda creer, el cambio no me molestaba.

Los Secretos de la Luna (Coveley Castle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora