22. El nuevo Lord Coveley

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Llegué al castillo en 1830, con apenas 10 años. Nos fuimos de allí en 1836. Durante aquellos años, la señora Murray me contó cada una de estas historias repetidas veces. 

Yo no me cansaba de escucharlas, aunque las contara una y otra vez. Los relatos siempre se repetían igual, pero a veces incluía algún detalle que yo desconocía y que entonces atesoraba como una perla valiosa.

Si me ponía preguntón, e indagaba sobre los detalles, la señora Murray fruncía el entrecejo y callaba o cambiaba de tema. De modo que yo, por lo general, la dejaba hablar y ella parloteaba acerca de sus padres,, o de sus hermanos pequeños muertos mucho antes que ella naciera.

Pero la mayoría de las veces me hablaba acerca de la infancia de Lady Elizabeth, los días en la playa, los primeros tiempos del romance de Philip y Elizabeth y cada vez agregaba una o dos anécdotas de Lady Prudence, en la época anterior al momento en que su sobrino heredara el castillo.

Hoy tengo una lectura de aquellos acontecimientos muy distinta de la que poseía a los diez o doce años. 

Hoy puedo comprender que la crianza exigente ya la vez, descuidada, de James fue producto el distanciamiento de sus padres. Y hoy también comprendo que ellos se amaban tanto, tanto, que Elizabeth abrió un abismo entre ella y su marido con tal de no ceder a la tentación de yacer con él, y que una nueva preñez la matara.

A veces nuestros peores temores son el peor enemigo. 

La vida de Elizabeth Coveley hubiera sido más sana y feliz su vida si hubiera permanecido al lado de su esposo, en vez de vivir una vida larga y desgraciada. Philip no hubiera culpado a su hijo James por la pérdida de su novia feliz. James quizá hubiera recibido más atención y amor, hubiera sido quizá menos egoísta y, quisiera creer, quizá se hubiera cuidado de los sentimientos de los demás en vez de aplastarlos a su antojo.

En aquel momento en que escuchaba las historias de la señora Murray, cada una parecía un episodio sin mucha relación con los otros. No fue sino hasta el último día que todos esos episodios aislados de pronto parecieron encastrar en la posición correcta —como los botones de nácar que cierran un traje formando la silueta perfecta—, revelando ante mí la magnitud de la historia de los Coveley.

La señora Murray parecía querer evitar una revelación completa, porque nunca me contaba las historias en el orden en que habían ocurrido. Por eso me costó ubicar a los personajes en el tiempo, aunque luego de varias semanas ya entendí un poco mejor el hilo y todas las historias empezaron a tener sentido.

Yo la escuchaba fascinado, por horas. Nos movíamos de una habitación a otra en el castillo barriendo, sacudiendo tapices, lustrando muebles o quitando telarañas y la señora Murray me hablaba incansablemente.

Relataba las cosas como si las estuviera viendo suceder frente a sus ojos. Pero la regla era constante: hoy me hablaba de una cosa, y luego de otra. Permanentemente abría una puerta al pasado de la vida en el castillo y me dejaba asomarme, pero si yo demostraba un interés demasiado incisivo, la cerraba. 

A veces me estaba hablando de su madre y de pronto yo quería saber algo de su padre, pero no podía preguntarlo directamente, so pena de callar sus labios hasta la siguiente vez que ella quisiera hablarme.

La única excepción a esto fue el período de algunas semanas luego de su accidente, semanas en que la señora Murray se consumía de fiebre y entre pico y pico de temperatura pedía agua y me hablaba incansablemente y respondía a todas mis preguntas sin reservas, como si temiera morirse y llevarse todo lo que sabía a la tumba.

Una de esas veces, la señora Murray me reveló entre susurros el momento más espantoso de su vida y la monstruosidad de las consecuencias me dejaron petrificado. Ella hablaba con los ojos cerrados, como si estuviera en confesión, y cuando terminó de relatarme el episodio, guardó silencio. 

Los Secretos de la Luna (Coveley Castle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora