16. El nacimiento de James (segunda parte)

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A lo largo de toda su vida James Coveley se caracterizó por hacer siempre su voluntad.

Fue un niño tenaz y malcriado y más tarde se convirtió en un hombre terco y egoísta. Los ancianos memoriosos del pueblo no dudaban en afirmar que su carácter oscuro y su desinterés por los sentimientos ajenos quedaron evidenciados el mismo día de su nacimiento.

Dado que muchos pobladores de la zona estaban emparentados con alguien que vivía o trabajaba en el castillo, era difícil mantener ciertas cosas en reserva y los detalles del alumbramiento de Lady Elizabeth fueron comentados ampliamente.

Por eso nunca fue secreto para nadie que, a pesar de estar ya acomodando en el canal de parto, cuando Elizabeth, su madre, experimentó las primeras contracciones el niño se agitó y se posicionó atravesado en su vientre.

Aquel día, mientras Cory iba en busca del médico, la casa se revolucionó con una gran alegría por la llegada del primer niño en mucho tiempo. Lord Nicholas había sido hijo único y sus hijos no habían sobrevivido. 

Algunos de los sirvientes más viejos llevaban en Coveley suficiente tiempo y habían llorado con Lord Nicholas y Lady Prudence la muerte de los pequeños lores, mucho antes de la primera visita de Philip a su tía.

Prudence era bastante mayor cuando se casó y sus dos embarazos acabaron en partos prematuros, semanas antes de llegar a término. Los niños, nacidos con un año y medio de diferencia, ambos varones, no vivieron más que unos días, pequeños y débiles como eran.

Sus tumbas fueron construídas con losa de mármol blanco, en el cementerio jardín detrás de la capilla, y estaban coronadas por sendos ángeles de mármol que miraban al cielo sosteniendo coronas de flores. Frente a ellas, Prudence había mandado levantar una pequeña glorieta de hiedra siempreviva con un banco también de mármol, e iba con frecuencia a sentarse allí para leer o bordar pañuelos de encaje para Lord Nicholas, que estaba frecuentemente resfriado.

Quienes recordaban esa triste postal, sonreían cuando veían pasar a la joven Lady Elizabeth con su cintura visiblemente engrosada, siempre sonriendo y cantando o comentando naderías con las señoras del servicio, augurando hordas de niños Coveley que llegarían por fin a habitar el castillo.

Aquella mañana en que se desencadenó el parto, el mayordomo hizo carnear un cordero y dos faisanes, anticipando los festejos de los próximos días. Puso a las doncellas de la casa a lustrar las bandejas de plata y subió de la bodega los vinos más finos.

Cuando empezaron a pasar las horas y a los gritos de Elizabeth no había respuesta alguna porque el doctor no llegaba, un manto de silencio fue cayendo sobre los atribulados habitantes del castillo. 

El ritmo de los preparativos de la comida se aquietó, nadie cantaba y todos hablaban poco y en susurros. Las fuentes, perfectamente lustradas, se guardaron de nuevo en el armario que les correspondía. Los vinos quedaron olvidados en una mesilla auxiliar del salón comedor.

La lluvia arreciaba y cayó la noche sin novedades del médico o de Cory. Cuando se hicieron las diez, Philip y Lord Rochford tomaron el coche y fueron al pueblo a buscar a la partera. Gotosa o no, era obvio que Lady Elizabeth no podía pasar sin ella.

Hicieron el camino lentamente porque apenas podían ver nada, y volvieron más lentamente todavía porque para entonces los ríos de agua que fluían camino abajo hacían el camino más peligroso todavía.

Cuando llegaron al castillo, como la partera casi no podía pararse sobre sus piernas, la sentaron en una de las delicadas sillas del recibidor, más decorativa que recia, y la levantaron entre cuatro y la trasladaron al cuarto de Elizabeth. 

Allí la mujer entendió porqué el siempre cordial Lord de Coveley la había arrancado de su lecho de enferma y la había arrastrado colina arriba hasta el castillo pese a las protestas de sus hijos y su esposo.

Los Secretos de la Luna (Coveley Castle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora