11. El legado de Prudence

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A diferencia de Lord Nicholas, cuyos negocios de comercio habían sido más cosa de papel y lápiz que trabajo real, Philip no se avergonzaba de sus pequeños negociados burgueses. 

Si bien su vida siempre fue acomodada, nunca lo amedrentó el trabajo físico. Su experiencia de vida en el barco y en los muelles le había abierto los ojos a las duras realidades de la clase baja. No era -nunca había sido- un hombre superficial ni pagado de sí mismo. El título le trajo posibilidades, pero no vanidad ni engreimiento.

Había querido y admirado mucho a Lady Prudence, viendo en ella a una igual.

De joven Prudence había pasado privaciones, y con su madre y su tía habían cosido y planchado camisas para familias pudientes de Hatfield antes de escalar socialmente.

Nunca había olvidado aquella época. Nadie tenía que decirle a ella del esfuerzo de los trabajos manuales ni la desdicha de cobrar poco y a las perdidas.

Una vez establecida como lady Coveley, ella había sido el alma de muchos proyectos de patronazgo en el pueblo, pagando de su bolsillo los jornales de un segundo aprendiz para cada oficio disponible y mandando a hacer toda su mantelería y sus vestidos con las costureras locales.

Tanto Prudence como Philip fueron respetados y queridos por los locales, a tal punto que ese respeto se sostuvo para James, el hijo de Philip, y Anthony, su nieto, a pesar de que ninguno de los dos hizo méritos para conservarlo.

Creo que ya he dicho que la señora Murray era hija del cochero de Lady Elizabeth Coveley, Peter Murray, por supuesto.

Unos meses antes de la primera visita formal de Philip a Coveley como su heredero, Lady Prudence había por fin despedido al remilgado cocinero de Lord Nicholas. 

Lord Cucharón (como lo llamaba Prudence en secreto) no se rebajaba a preparar los platillos favoritos de Lady Coveley, a quien miraba casi con desprecio.

El hombre se creía muy por encima de la estatura social de su señora y costaba una fortuna en sueldo y en vituallas, porque no admitía cocinar pollos, tenían que ser pavos o perdices, y nada de hacer pastel de carne o panecillos de queso. 

Un día sucedió lo inevitable, Prudence se hartó de soportar sus desplantes y le dijo que empacara y se marchara antes que ella lo hiciera echar por la fuerza. 

Lady Prudence estaba bien dispuesta a cocinarse y cocinar para todos en la casa, pero no hizo falta. 

Dos días después de la marcha de Lord Cucharón, Prudence bajó al mercado con un par de sirvientes y supo por los comentarios de los aldeanos que la violenta tormenta que había azotado la región días antes había causado una tragedia.

Uno de los hijos del panadero había muerto. 

El roble gigante que daba sombra sobre su cabaña se había partido y cayendo sobre el techo de la pequeña habitación, había desprendido una gran viga que lo matado en su cama. 

La pobre viuda estaba golpeada, desolada por la pérdida y un tanto aterrorizada por la experiencia del desplome del techo sobre su cabeza. Sus hijos varones dormían en el granero de la panadería del abuelo, mientras que su hija Janey, de once años, tenía su camastro en la cocina.

Pero la pequeña cabaña estaba inhabitable y si bien el viejo panadero estaba dispuesto a mantener a sus nietos varones, no sentía aprecio por su nuera y no tenía ni espacio ni deseos de mantener a las dos mujeres. La pobre viuda estaba alojada en la iglesia, pero esto era tan sólo momentáneo y su situación era desesperada.

A Lady Prudence le bastó tan sólo con oír aquello para emprender camino a la iglesia del pueblo a paso vivo y preguntar por las refugiadas. El párroco rápidamente fue en su búsqueda y luego de unos minutos de murmullos, retos susurrados y chistidos las dos mujeres se presentaron ante ella. 

Los Secretos de la Luna (Coveley Castle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora