Anthony nunca puso el empeño que su abuelo y su padre pusieron en Coveley.
Era muy joven. Al dejar el castillo para ir a la escuela había probado un poco del mundo exterior y le atraía la sociedad más que la tranquila vida de la campiña.
En algún momento mostró algo del singular interés de su padre por el comercio, y cuando tenía alrededor de veinte años viajó a América donde vivió unos pocos años.
Mientras Anthony recorría los territorios recientemente emancipados de la corona, aquellos donde su padre había luchado y perdido su brazo, la señora Murray administraba la finca y la casa siguiendo las indicaciones que cada tanto enviaba Anthony. Las cartas, dirigidas a su administrador en Londres y luego reenviadas por aquel al castillo, llegaban de manera espaciada e irregular, y se limitaban a autorizar pequeños arreglos más que a dar instrucciones precisas.
En algún momento entre 1805 y 1810, a su regreso de América, Anthony volvió a Coveley.
Sólo entonces pareció darse cuenta del estado lastimoso del castillo, que pedía a gritos mantenimiento y mejoras.
Lleno de energía, Anthony contrató una cuadrilla de muchachos del pueblo y se dedicó a la tarea de arreglar filtraciones en el techo, reparar puertas que no cerraban y ventanas que no abrían, reparar canaletas y pintar algunos salones.
Las habitaciones principales no fueron tocadas, y en el tercer piso no se hicieron grandes arreglos más allá del cambio de algunas vigas que estaban muy deterioradas por las polillas o la humedad.
Fue por esa época que desapareció lo que quedaba de las hermosas caballerizas que Philip había construído para sus caballos de raza.
Luego de eso, Anthony volvió a marcharse y la casa quedó nuevamente en silencio.
Los años que Lord Coveley se dignaba volver a Coveley, lo hacía en primavera. Venía siempre solo, acompañado por su valet y en unas cuantas oportunidades trajo algún criado que llegaba para desempeñar tareas varias en el castillo. Estos muchachos rara vez duraban más de dos o tres años. La vida en Coveley era exigente para el servicio. Los trabajos a realizarse eran muchos y los placeres, muy pocos.
Anthony pensaba exactamente igual que ellos, y por eso cuando llegaba lo hacía a principios de la primavera, en abril o mayo, cuando los caminos ya estaban transitables, y luego de unas semanas volvía a marcharse, tentado por la algarabía de la temporada social de Londres que despertaba en Junio.
Conociendo esta rutina, cada otoño la señora Murray se ocupaba de preparar suficientes conservas que duraran más allá del invierno y cuando aparecían los primeros atisbos de calor se apresuraba a ventilar las habitaciones y lustrar la plata que Catherine no se había llevado en su saqueo, en espera del retorno de Anthony.
Por lo que me contó la señora Murray, la vida del castillo Coveley, en ausencia de su dueño, transcurría con una calma y parsimonia no muy diferente de aquella que yo experimenté la mayor parte del tiempo que viví allí con ella y Arthur McClay.
El año transcurría sin días ni calendario, tan sólo afectado por los cambios de estación.
Con la casa vacía, es decir, sin que hubiera señores que atender, la rutina se componía de unas pocas tareas, interminables todas ellas: limpiar, atender a los animales, cuidar de la huerta...
El corral detrás del establo albergaba una concurrida y ruidosa familia de pollos y patos. La señora Murray no disponía del espacio o la energía para criar cerdos, pero cada primavera compraba un lechón, o dos, y los engordaba a lo largo de toda la estación de buen tiempo.
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Los Secretos de la Luna (Coveley Castle)
Ficción históricaUna cautivante historia sobre el viaje de un joven hacia un mundo desconocido lleno de secretos y misterios. NOVELA COMPLETA Y CORREGIDA. Finalista de los #Wattys2021. Booktrailer disponible. 💖 #amor 💔 #desamor 🧐 #misterio Cuando su madr...