35. Secretos revelados

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El Domingo, tal como había prometido, volví al castillo. Faltaba un poco para el mediodía, pero aunque lo intenté no hubo forma de contener más mi impaciencia.

Me acerqué a la capilla, la rodeé y esperé entre los arbustos altos, a unos metros de la glorieta. 

El castillo estaba extrañamente silencioso. No se oía ningún rumor del típico trajín en los corrales, ni en la cocina. Los perros no se acercaron a darme su amistosa bienvenida. No detectaba ni el menor susurro de brisa meciendo las ramas de los árboles. 

La quietud era total, el silencio era un grito de advertencia que no comprendí hasta que me vi a mí mismo huyendo del castillo en llamas, no mucho después.

Aguardaba la llegada de Lizzie y ella se hacía esperar.

Luego de algunos minutos, escuché unos pasos, pero en seguida reconocí el andar de la señora Murray, que al parecer se dirigía a la capilla. Nunca la había visto orar allí, de modo que probablemente iba a renovar las flores o quitar el pollo que se acumulaba en los bancos.

Estuve a punto de acercarme a saludarla, pero luego me avergoncé de la situación en la que los había dejado tanto a ella como a Arthur. No tuve coraje para enfrentar su mirada de reproche y preferí mentenerme fuera de su vista.

Esperé otro buen rato y empezaba a temer haberme equivocado de día, cuando escuché pasos e inmediatamente supe que era Lizzie, pues reconocí sus sollozos, y aun sin verla supe que no solo no estaba sola sino que no venía de buena gana, sino que alguien la arrastraba.

Salí de mi refugio detrás de los arbustos y confirmé que Lord Coveley traía a Lizzie arrastrando del brazo y que Lady Coveley, bastante descompuesta y agitada, los seguía  a corta distancia.

Lord Coveley se detuvo a dos metros delante de mí, y soltó a Lizzie bruscamente al tiempo que me gritaba que yo era un sucio patán, indigno de una joven como su hija y que de ninguna manera él, Lord Anthony Coveley, se rebajaría a darla en matrimonio a un piojo mugroso como yo, que no sabía respetar el orden de la buena sociedad.

Yo no atiné a responder nada, pero me planté frente a él con altivez, esperando que hiciera una pausa en su discurso. 

No sé que hubiera podido decirle, excepto que que yo sería un piojo mugroso pero estaba dispuesto a trabajar con mis manos para darle a Lizzie una buena vida mientras que él, un gran señor, quería venderla en matrimonio.

No hubo oportunidad de lucir mi elocuencia porque, para darle mayor peso a sus palabras, Lord Coveley metió la mano en su saco y tomó del bolsillo de su chaleco una pistola con la cual me apuntó al pecho. Al ver el arma, Lizzie lanzó un grito y cayó de rodillas al piso, implorando a su padre que no me matara.

Lord Anthony estaba decidido a solucionar el problema de raíz y en el preciso momento en que movió su dedo para presionar el gatillo, el grito de Margaret Murray sobresaltó a todos: "¡Anthony, no lo hagas!" 

Al mirarla, yo giré levemente el cuerpo hacia la dirección en que ella se aproximaba. Lord Coveley perdió la puntería y la bala me hirió el brazo de manera superficial para luego incrustarse en un árbol detrás de mí.

Anthony maldijo a la anciana mujer por distraerlo y estaba por disparar nuevamente cuando ella tomó con fuerza su mano y lo increpó, furiosa:

—¿De veras crees que tu hija es de una casta superior a la del muchacho? ¿Crees acaso que tu sangre es mejor que la de él?  Nunca había escuchado a la señora Murray hablar así. No eran sólo las palabras, era la fuerza de su voz, la seguridad con la que salían esas palabras de su boca, como si las hubiera meditado muchas veces—. Pobres como hayan sido sus padres, el chico al menos es hijo legítimo. Tu y tu hija no pueden presumir de eso, bien lo sé yo —acotó para rematar. 

Los Secretos de la Luna (Coveley Castle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora