4. Los Coveley: Lady Elizabeth

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Siempre que recordaba algo del pasado, la señora Murray mencionaba a Lady Elizabeth.

A pesar de que esa noble dama murió cuando la señora Murray tenía apenas doce o trece años, ella no me hablaba tanto de Lady Elizabeth durante aquella época de su propia niñez, sino de la infancia y juventud de Elizabeth misma, que conocía por las historias que le había contado su madre.

Supongo que la misma Lady Elizabeth debe haberle contado muchas cosas también, porque la señora Murray me hablaba de la infancia de Lady Elizabeth y sus hermanos en Rochester como si ella misma hubiera sido testigo.

Ella me contó que Lady Elizabeth Coveley pertenecía a una familia muy particular.

De soltera fue Lady Elizabeth Rochford, de los Rochford de Rochester County, una comarca cercana a Londres.

Sus padres se habían casado por amor y con pleno consentimiento de sus respectivas familias, cosa que no resultaba muy común en aquellos días. Tuvieron tres hijos varones y una hija, Elizabeth, que era el centro de las atenciones de todos ellos.

De niña, Lady Elizabeth se había roto el tobillo en un desafortunado accidente doméstico.

La criatura daba sus primeros torpes pasos en el patio de entrada de la casa familiar en Rochester cuando uno de los zainos que tiraban del coche de viaje de su padre se soltó en un descuido y, asustado, trotó en fuga por el patio pisando el delicado tobillo de la niña en su alocada carrera.

La niña gritaba de dolor. La torpe aya encargada de cuidarla juró y perjuró de forma ruin que Elizabeth había caído sentada sobre su propio pie, y que sólo estaba asustada por el ruido del paso del caballo. Aseguró que el animal no la había golpeado a fin de minimizar su propio descuido, y así eludir su responsabilidad en el accidente.

Le creyeron porque a simple vista no había sangre, y solamente una hinchazón creciente.

La niña fue recostada inmediatamente, ya que no podía pararse. Todo intento de tocar su pie solo causaba más gritos, y en vano probaron todos los remedios posibles a fin de calmarla. Esa noche nadie pudo dormir en la casa.

Al amanecer del otro día, viendo que el dolor no menguaba, fueron a buscar al médico más cercano disponible. Este, acostumbrado a atender resfriados, enfermedades comunes, dolores de muelas y partos donde la naturaleza y la comadrona hacían su trabajo, se declaró incompetente para calmar el dolor de aquel golpe.

Al instante, Lord Rochford mandó a llamar a uno de los médicos del palacio real de quien tenía alguna buena referencia, pero fue mala idea pues era apenas un cortesano parlanchín y perdieron un tiempo precioso.

Para entonces, menos de veinticuatro horas después del accidente, Elizabeth yacía en su camita en medio de un sopor febril y deliraba y gemía quedamente. El tobillo se hinchaba de hora en hora y el pie empezaba a oscurecerse.

En vano el criado de Lord Rochford reventó a su caballo para correr a Londres a entregar el mensaje al médico lo antes posible.

Luego de hacerse esperar todo un día y una noche, el mentado galeno llegó a media mañana. Arribó en su lujoso coche particular, vestido con traje de seda y una pomposa peluca blanca. Viajaba acompañado de su amante, una mujer jóven, superficial, llena de risitas falsas, como quien asiste a un picnic.

Con total parsimonia, el médico se instaló en el cuarto de huéspedes que le asignaron, exigió su pago antes de presentar sus respetos al dueño de casa, y mandó a su sirviente a la cocina a pedir un copioso almuerzo que devoró con abundante vino.

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Los Secretos de la Luna (Coveley Castle)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora