El día que Lord Philip Coveley pidió la mano de Elizabeth y fue honrado con una sonrisa radiante y un "¡Claro que sí, Philip!" a modo de respuesta, fue el más feliz de su vida. O eso pensaba hasta la primera mañana que despertó junto a ella en la cama en su dormitorio de Coveley, el día siguiente a su llegada.
Tenía todo lo que un hombre podía desear. Un gran castillo en una hermosa propiedad, campo fértil, buenos caballos. Sirvientes honestos y leales. Salud. Una esposa joven, bella y de amable caracter.
Un atisbo de luz penetraba por la ventana, allí donde las cortinas de terciopelo habían quedado apenas entreabiertas y Philip se incorporó sobre el codo para observar a la flamante Lady Coveley: sus mejillas sonrosadas y tersas y sus ojos cerrados en el sueño, con las pestañas delicadas y la preciosa boca curvada en una semisonrisa lo tenían fascinado.
Mucho más tarde ese día, cuando la llevó por fin a recorrer la casa y los estables y dependencias, Philip estaba radiante. El castillo era su orgullo y amaba cada una de sus piedras.
No había sido su estirpe la creadora de esos muros, pero su trabajo lo había puesto en valor, porque había continuado la obra de su tía Prudence y había incorporado ideas novedosas que beneficiaban a la propiedad y a la comarca entera.
Todos en el pueblo pensaban que era una gran cosa que Philip hubiera heredado Coveley, a qué dudarlo.
Fue su idea construir una noria de molienda para ofrecer el servicio a los pequeños granjeros de los campos cercanos, por una fracción del valor que pedían en Cloverdale.
Con el mismo objetivo mandó construir la forja, a la que trajo el mejor herrero que pudo contratar, para renovar los herrajes de todo el castillo así como los mil implementos de cocina y herramientas que se necesitaban a diario. Y, por supuesto, el herrero también se ocupaba de las herraduras de los caballos, fuera estos corceles pura sangre o pachones de labranza.
Philip realmente tenía grandes motivos para sentirse orgulloso. Y Elizabeth, recorriendo la propiedad tomada de su brazo, admiraba todo con una gran sonrisa, escuchaba sus explicaciones acerca de esto y aquello y hacía mil preguntas, aportando también comentarios inteligentes.
Lord Coveley estaba en la gloria, y su amada Lady Coveley era tan vivaz que a veces Philip olvidaba su delicado pie.
A pesar de su caracter activo, Elizabeth caminaba con una visible renguera, y aunque se movía muy bien con un bastón, lo cierto es que se agotaba pronto.
Les llevó varios días recorrer el castillo, los edificios anexos y la propiedad entera, pero ella quiso verlo todo. Si alguno de los sirvientes había dudado del buen tino de su patrón al elegir una mujer inválida como esposa, luego de conocerla todos (incluso Janey) comprendieron su elección.
La señora Murray me contó muchas veces que la llegada de Peter, su padre, quien traía la yegua de Elizabeth desde Londres, revolucionó el castillo aún más que la llegada de Lord y Lady Coveley.
Dudo que haya sido realmente así, supongo más bien que para Janey fue toda una revelación conocer a quien luego sería su esposo (y padre de su hija) y según la señora Murray, Janey, alborotada era capaz de alborotar el castillo entero.
Como ya he dicho, Peter Murray era el cochero y hombre de confianza de Elizabeth Rochford. Pero una vez convertida en Lady Coveley, muchos de los servicios que Peter prestaba a la joven Elizabeth pasaron a los hombros de su esposo.
Lady Coveley rara vez salía de la propiedad, y si iba al pueblo o a Cloverdale, lo hacía con Philip. Normalmente era Philip quien conducía el pequeño chaise de un caballo, pero en ocaciones prefería viajar en con Elizabeth en el coche cerrado y sólo entonces solicitaba los servicios de Peter.
ESTÁS LEYENDO
Los Secretos de la Luna (Coveley Castle)
Ficção HistóricaUna cautivante historia sobre el viaje de un joven hacia un mundo desconocido lleno de secretos y misterios. NOVELA COMPLETA Y CORREGIDA. Finalista de los #Wattys2021. Booktrailer disponible. 💖 #amor 💔 #desamor 🧐 #misterio Cuando su madr...