12. La amiga

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Una parte de mí se ha marchado con Clara. Me he dado cuenta mientras la ambulancia se llevaba su cuerpo.

Y otra parte de mi corazón, se ha roto por segunda vez a causa del mismo nombre, Enzo.

Han pasado dos horas y no he dicho ni una sola palabra. Tampoco me he movido. Ni siquiera he podido reaccionar cuando Elena, rota, me ha abrazado para llorar conmigo la pérdida de nuestra amiga. Nuestra amiga de toda la vida.

Miro hacia mi falda mojada y manchada por la sangre de Enzo, al igual que el resto de mi cuerpo. Y es ahí, sólo en ese momento, cuando he querido levantarme, correr, gritar de dolor, pegarle a un árbol o a cualquier otra cosa para sentir otro dolor distinto.

No quiero sentir más dolor por una pérdida, no quiero más vacío en mi interior.

Lo mismo que sentí cuando casi pierdo a Elena, lo he sentido cuando he atisbado la melena de Clara acercarse a la orilla, arrastrada por el lago.

No puede ser real. Esto no puede ser puto real.

Mis puños se cierran y me clavo mis propias uñas en las palmas de las manos, pero ni con esas soy capaz de eliminar esas imágenes de mi mente. Primero la de Enzo con la garganta abierta, con la sangre aún brotando y, sobre todo, la expresión de horror en su cara.

Y después, Clara. Con los ojos abiertos y apagados, carentes de todo el brillo que solían tener, que ELLA solía tener.

Arremeto con los puños varias veces contra el suelo. Con tristeza, con dolor, con rabia y definitivamente con una ira infinita que recorre mi espina dorsal como una corriente eléctrica.

Alguien me para, me agarra por los brazos. No sé quién, quizás sean varias personas.

Sólo sé que no quiero permitir que más seres queridos sufran por mi culpa, tampoco puedo permitir que pase.

Me revuelvo frenéticamente intentando zafarme de las manos que me tienen agarrada. Presa de la impotencia rompo en llanto. Llanto por Enzo, llanto por Clara, llanto por Elena y por mí.

Sollozo rota de dolor por la pérdida de una amiga, pero también por haberme perdido a mí. Me he dado la hostia al darme cuenta de que he perdido mi vida, de que jamás tendré nada normal. Estoy condenada a sufrir una vida anormal, con amistades y relaciones anormales, sólo por algo con lo que he nacido sin yo saberlo en veinte años.

Alguien me rodea con una manta. Cierro los ojos y agacho la cabeza, entonces decido abrirlos porque se me vienen a la cabeza todos los momentos con Clara. Y todos los momentos con Enzo. Todas las risas, fiestas, paseos, charlas con Clara pasan por mi cabeza como en una película. Y todas las veces que he quedado con Enzo, de noche en el lago, cada beso, cada sonrisa, aparecen con la misma intensidad que en el momento en el que estaban ocurriendo.

Mi vista se fija en el lago, aún con un leve tono rojizo a pesar de que está oscureciendo. Luego se posa en los padres de Clara, dando declaración a un policía del pueblo. Su madre, igual de rubia que ella, no deja de llorar, consternada.

Me obligo a dejar de mirar para buscar a Elena, que también habla con otro policía mucho más joven. Su mirada se posa en mí y el agente se vuelve para mirarme también. Deja de hablar con Elena y se acerca a mí.

—Buenas tardes, señorita.—empieza en un tono suave—¿Es usted amiga de las víctimas?

Cuando escucho esa última palabra algo en mí se vuelve a romper. Víctimas, horrorosa y acertada palabra.

—Sí—contesto con un hilo de voz.

—¿Puede contarme qué ha pasado?

Se agacha junto a mí y me inspecciona el rostro.

Al otro ladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora