Sueño (1)

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Despertaste sorpresivamente al sentir una brisa que acariciaba tu cuerpo solo cubierto por una pobre blusa fina de un color agua con un dibujo de un pato de juguete en un lado, en el pecho izquierdo y unos pantalones ridículamente finos y cortos que parecían ropa interior de color negro con el cordel y la goma elástica de color azul agua, ambas prendas que combinaban en un pijama de verano; cuando tú habías dejado la ventana cerrada, el ventilador apagado y el aire acondicionado desconectado.

Parpadeaste de manera incrédula cuando miraste alrededor y no tenías tu playstation delante, ni tu televisor de pantalla plana colgado en la pared justo en frente de su cama. Ni estabas en la comodidad de tu colchón, ni tenías los boles de comida en el escritorio al lado de tu cama, comida que asaltaste de la nevera a las cuatro de la mañana porque tenías hambre mientras jugabas a un juego de rol en una sala multijugador de dragones y princesas con tus amigos donde solo quedaste tú porque tus amigos tenían sueño, pero tú querías seguir jugando toda la noche para ser mejor que ellos y poder derrotarlos el próximo día que jugaráis juntos.

Te encontrabas en un prado. Un prado verde sin árboles, sin montañas, una pradera llana de un verde césped que se movía por la brisa de un amanecer que empezaba a iluminar aquel extraño pero idílico mundo en el que te encontrabas, un cielo sin nubes, desértico, pero al mismo tiempo pacífico y tranquilo. Olfateaste el agradable olor a hierba húmeda por la mañana. Tus manos palparon aquel césped virgen que no parecía haber sido pisado por nadie jamás. Miraste alrededor con un sentimiento de angustia.

Un sabor amargo se coló por tu garganta al no saber donde te encontrabas ni como llegar a tu casa. Te levantaste, la brisa era suave, movía con sutileza el pantalón y la camiseta que llevabas para dormir. Tu cabello también se movía, no molestaba, era un movimiento suave y delicado. No te hacía tener que entrecerrar los ojos. Miraste alrededor. Pudiste divisar, a lo lejos, casi como si fuese un espejismo, una ciudad.

Al menos tenías un punto de estabilidad al que agarrarte en el que pedir indicaciones para saber cómo llegar a tu casa. Sentiste alivio, no estabas en una completa soledad en ese mundo.

Conforme más te acercabas, el cielo se iba aclarando, el sol iba subiendo, igual que la temperatura, que era cálida pero no molestaba y la claridad, así es como pudiste diferenciar diferentes características de la ciudad: Estaba amurallada con piedra amarillenta, brillaba por el sol, serían rocas sedimentarias; tenía un enorme castillo construido con la misma piedra que brillaba por el contacto del sol de la mañana; era una ciudad relativamente grande en la que había bastante ajetreo de carros tirados por mulas y caballos, esto te extrañó, empezaste a cuestionarte donde estabas.

Alcanzaste un camino que parecía una ruta comercial, el terreno no estaba pavimentado, era de arena y tierra, varios carros pasaban por allí de forma intermitente hacia la ciudad de aquel reluciente castillo. Al llegar a la gran muralla, los guardias que vigilaban dicha muralla hablaban con el conductor de un carro que tenías justo delante y que había adelantado tus pasos dubitativos, era un carro grande, cargado con pesadas sacas de sembrado y una montaña de telas exóticas. Caminaste pasando de largo el carro, pues este se detuvo, los dos caballos que tiraban de él resoplaron y movieron sus cabezas en un movimiento impaciente y descansado. Uno era blanco con las crines marrones, el otro era marrón con las crines rubias y blanquecinas. Movieron sus cabezas hacia otros caballos y yeguas que pasaban tirando los carros, resoplaron de nuevo.

Miraste alrededor con sorpresa al encontrarte el bullicio de una gran ciudad, el bullicio de un mercadillo típico de los domingos, o un mercado típico de India, parecía más lo último, pues la gente tenía las pieles morenas, todos tenían las manos trabajadas, todos serían hombres y mujeres que trabajaban duramente en el campo. Avanzaste por las calles, sintiendo un poco intimidación por las miradas. Los hombres miraban tus telas, las mujeres miraban tu piel, los niños se te quedaban mirando por tu figura al completo y señalaban el patito de tu camiseta diciendo "cuac cuac". Llamabas mucho la atención al tener prendas tan limpias y vistosas. La gran mayoría de la gente llevaba la ropa sucia de polvo y barro, llevaban colores opacos y lo más llamativo de los colores eran los tonos del fuego: naranjas, rojos, amarillos, marrones... Tus colores negro y azul destacaban demasiado entre aquella multitud.

17.- Forasterx (Unisex!Reader)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora