Ésta es otra leyenda del Alto Apure, de aquí en Venezuela; una de las regiones con más espantos de mi país, después de Mérida, por supuesto.
Juan Ramón Rondón era lo que según los estándares de mi país podía ser considerado un hombre muy guapo. Alto, fornido, de espalda ancha, cabello oscuro, piel morena y cara aindiada. Era vivo de trato, y con una lengua aún más viva para los piropos y halagos para las mujeres. Tenía una cierta debilidad por las mujeres casadas o comprometidas, lo que más de una vez le trajo problemas muy serios.
Un día de julio, cercano a la fiesta de la Virgen del Carmen, justo a la hora en que Juan Ramón Rondón acomodaba su montura para ir a la hacienda grande, un muchacho le trajo recado de parte de la mujer del patrón.
Juan lo leyó detenidamente. Con una hermosa letra de mujer, la nota solo decía:
“Te espero como siempre. No faltes”.
—Dígale a la patrona —contestó Juan al muchacho, mientras terminaba de acomodar su montura— que no se preocupe. Que nos entendemos, y que me espere esta noche.
Al caer la noche, cuando ya la tarde daba paso a lo oscuro y el alcaraván cantaba, justo cuando los rayos del sol se ocultaban y salía la luna, Juan montó su yegua y se dirigió al encuentro con la mujer mientras rezaba, “Ánimas benditas del Purgatorio, protéjanme. Líbrenme de todo mal, que yo nunca les he fallado”. Se calzó su poncho, se hizo la señal de la cruz y siguió su viaje.
Pero cuando quería virar a la izquierda, el animal corrió trotandito hacia la derecha. Cuando quiso toparse con el atajo más abajo del Araguaney, la bestia, como empujada por otra fuerza, se alejó hacia el solar de una casa, muchos metros más allá, por donde sólo se distinguía una espesa bruma.
Era un Velorio.
Perdido, y sin saber cómo tomar el camino principal, Juan entró a la casa a pedir “santo y seña” (indicaciones). Un murmullo de rezos y oraciones se extendía por todo el salón, entre un montón de gente ataviada de blanco, a las que, en su mayoría, no podía distinguírseles el rostro.
Una extraña neblina entró entonces a la casa. Un frío sepulcral se extendió en la habitación, y el murmullo de los rezos se hizo cada vez más fuerte sin llegar a ser completamente sonoro.
No sabría decir muy bien qué paso por la mente de Juan Ramón Rondón; él hasta ahora no ha podido explicarme. Pero lo cierto es que se acercó al centro de la sala, en donde estaba al ataúd, y preguntó en voz alta:
—¿Quién es el muerto?
—Juan Ramón Rondón —contestó una voz desde el fondo.
Sin dar crédito a lo que oía, volvió a preguntar:
—¿Quién es el muerto?
—Juan Ramón Rondón.
Sin atreverse aún a mirar dentro de la urna, hizo una nueva pregunta:
—¿Quién lo mató?
—Pedro Loreto —contestó la misma voz.
Juan Ramón Rondón, haciendo acopio de toda su hombría, miró dentro de la urna. Había un hombre alto, fornido, aproximadamente de unos veinticinco años. Piel morena, rostro aindiado. Instintivamente, se llevó una mano a la cara, sólo para comprobar que tenía la misma cicatriz en el labio superior; una que se había hecho muchísimos años atrás.
Él era el muerto. A él lo estaban velando.
Juan Ramón Rondón, sin saber cómo, ni cuándo, salió corriendo de esa casa, montó su yegua y regresó a la hacienda, sin recordar exactamente cómo lo hizo.
Dice la gente del campo que Juan Ramón Rondón, esa noche, tuvo un encuentro con las ánimas benditas del Purgatorio. Dicen que la nota de su amante fue en verdad una trampa tendida por su marido. Que Pedro Loreto, el esposo de su patrona, aprovechando la ausencia de su mujer, lo estuvo esperando toda la noche detrás de la puerta con una lanza apureña para atravesársela en el costado.
Y es que las ánimas benditas del Purgatorio siempre protegen a sus devotos más fieles.
ESTÁS LEYENDO
Historias, Leyendas de terror y Creepypastas
RandomAqui estare subiendo historias de terror leyendas y algunos creepypastas y unas que otras experiencias sobrenaturales