Cartas de amor

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Connor.

Crecer rodeado de un amor tan grande y bondadoso como lo es el de mis padres —no solo del uno al otro, sino también para mi hermana y para mí—, es considerado, en mi opinión, uno de los mayores privilegios que he podido tener y por el cual, estoy gratamente agradecido.

A mis cortos seis años, me siento el niño más afortunado del mundo.

—¿Dónde estarán?— refunfuñe, molesto, estirando mis brazos lo más que podía para abrir la alacena de la cocina.

Aunque por más que los amo y adoro, me sentiría mejor si no fuesen tan buenos ocultando cosas.

Se supone que el tío Moody trajo esas galletas para mí, debería de poder comerlas ya y no cuando ellos digan.

—¿Qué haces?

Por cuestión de milisegundos pude haberme caído —de la silla, en la cual, estaba de parado de puntitas— en frente de la niña que me hace sonreír de manera tan tonta como papá lo hace cuando ve a mamá.

Es que mamá puede estar babeando la almohada mientras duerme y él la va a observar como si fuese el ser más precioso en la tierra.

No puedo negar que mamá es hermosa, pero Alaska le gana por poquito.

—Galletas. Buscó las galletas de tío Moody.

Ella parpadeo. Hasta confundida se ve tan tierna.— ¿Las que tío Gilbert y tía Anne te dijeron que no podías comer hasta después de cenar?

Asentí.

A Alaska no pareció gustarle mi respuesta. Se cruzó de brazos, molesta.— Soy tu invitada, deberías prestarme atención a mí y no a las galletas.

Para tener solo cinco años, la castaña tenía un porte de ser mucho más madura.

Me encogí de hombros.— François y Lisa también son mis invitados.

—Yo soy más importante que ellos.— objetó, acercándose más.— ¿O no lo soy?

Ay no. Me estaba dando la mirada. Esa mirada con la que convencía a tío Roy de mover montañas y mares por ella.

Yo tampoco me quedaba atrás en doblegarme ante esos irises color verde.

—¡Claro que lo eres!— exclamé, sonrojado. Ella sonrió ante mis palabras.— Por eso buscó las galletas, para compartirlas contigo antes de que se vayan.

Hoy era ese fin de mes en el que nuestros padres eligen una casa para reunirse —en este caso, la de mi familia— y hacer un asado familiar, seguido de tener sus charlas de adultos mientras los niños jugamos en el jardín.

Aproveché que estaban distraídos hablando sobre sus días en la secundaria, en donde tío Moody recibía escobazos por la tía Jane cuando no quería ayudarlos en su obra.

Era el momento perfecto para ir en búsqueda de mi merienda.

—¿En serio ibas a compartirlas conmigo o lo dices solo porque te atrape en el acto?

Curiosamente, Alaska era a la única de mis amigos —y de mi familia, en general— a la que no me molestaba compartirle un bocado de mi comida. Cosa muy extraña, porque siempre me molestaba si mamá o papá robaban un trozo de pie de mi plato.

—Lo digo en serio.— afirmé, haciendo una leve pausa, antes de exclamar:— ¿meayudasabuscarlasporfavor?

Me mordí la lengua, cerrando los ojos a causa de la vergüenza.

Hablar rápido era tanto mi don como mi maldición. A algunas personas les molestaba porque les costaba entenderme. Era una fortuna que Alaska no era una de esas.

Colors[2] | Shirbert.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora