Capítulo 7

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Empujé la puerta de los laboratorios de bioquímica, con toda la dignidad que fui capaz de acumular durante mis las últimas tres horas sin ver o hablar con Alden. Tres horas que sabían a gloria. Tres horas de las que ya podía irme despidiendo.

Alden se encontraba absorto en un libro de nanociencia y biofísica, sentado frente a una mesa de disección con los codos encima de ella. Si mi madre pudiera verlo, habría lanzado la mirada de advertencia sobre los gérmenes y la cháchara de los modales de un profesional. Yo ya la repasaba en mi subconsciente como un mantra difícil de erradicar.

—Llegas tarde, Berilia —advirtió sin despegar la mirada de las páginas de la revista. Debía tener una habilidad sobrehumana para detectar movimientos o calor corporal a la distancia, porque siempre parecía saber cuándo alguien rondaba cerca de su perímetro.

Era muy aterrador.

Dejé caer los libros en la mesa de disección de al lado y, recargando el peso de mi cuerpo sobre las manos en ella, le recordé:

—Quince minutos tarde es solo un elegante retraso. —Sonreí—. ¿Qué se supone que significa estar castigada?

No bromeaba. Alden lo sabría porque tenía otra increíble habilidad: podía atravesarte con una mirada dura y averiguar si eras sincero o un simple producto de la fábrica de papá Geppetto. Era una habilidad que le sentó de maravilla durante sus prácticas médicas al hacer las historias clínicas que nadie más podía concluir. Los pacientes difíciles y trastornados eran los que terminaban cayendo en manos de algún Bell. Un recurso que el CIC no quería perder.

Frunció el ceño y, al fin, me miró. Esta vez su mirada era azul, un fuerte azul zafiro que irradiaba, por primera vez en mucho tiempo, confusión, a la par de unas pestañas por las que sé que mi tía Sarah habría matado a sangre fría en el Black Friday (mi tía en serio amaba el Black Friday) y yo no habría tenido problema en ayudarle. Su tez nívea comenzaba a desentonar al colorear sus pómulos de un ligero rosa avergonzado.

Una lástima que toda aquella belleza adornara el rostro del rey de los idiotas. Eran un verdadero desperdicio acuñado a esa personalidad.

—Yo... La verdad es que no lo sé —admitió—. Iba a investigarlo en internet, pero... —Se encogió de hombros, dejando la frase en el aire.

Me senté frente a él y asentí comprensiva. Tomé el teléfono móvil y comencé a teclear. En el CIC no recibíamos muchos castigos. En realidad, los castigos que dos niños pequeños podían conseguir en las instalaciones consistían en enviarnos al área de juegos lejos de los adultos. Dejar trabajar a nuestros padres era imprescindible para que sus proyectos pudieran desarrollarse con normalidad. A veces teníamos la sensación de ser más un bulto de vísceras y huesos, y no un par de personas en miniatura con deseos de ser un poquito escuchados. En esos momentos, en los que solo nos teníamos a nosotros, conocimos facetas del otro que ni siquiera estábamos dispuestos a admitir. Lo sabía, lo pude ver en sus ojos en ese momento, brillando con el recuerdo del lóbrego pasado.

Volví la vista al móvil y busqué «castigos» en Google, pero el listado que encontré no era un castigo, era una tortura medieval.

—¿Lamer el suelo de un baño público? ¿Comer canela sin agua? ¿Tomar dos litros de agua sin respirar? ¿Pero qué demonios...?

—Deberías de comenzar con la canela —sugirió absorto en sus pensamientos, como si la idea no fuera del todo un suicidio.

—¡No voy a comenzar con nada!

¿Pero qué demonios hacían los jóvenes hoy en día? Además de lamer pisos, claro.

—¡Tienes que hacerlo! Estás castigada y Google no miente.

La química del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora