Capítulo 26

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Con la punta del zapato, arrojé una piedra del tamaño de una nuez hacía el jardín de la universidad. Había pateado esa piedra durante un corto camino, pero le había cogido cariño en el trayecto. Pero vamos, ¿por qué Berilia Collins le tomaría cariño a un pedazo de materia inerte? Pues verás, en realidad toda mi vida me había sentido como esa piedra, solo que no había podido verlo. La piedra se movía de un lado a otro, rodaba siempre por inercia en la dirección en la que decidiera arrojarla, el movimiento de fricción frenaba su avance y le daba un poco de control, pero nunca era suficiente para detener mi fuerza.

Me sentía como esa roca atrapada en la segunda ley de Newton: fuerza es igual a masa por aceleración. El principio afirma que, a mayor fuerza de movimiento aplicada sobre un objeto, menor será la cantidad de tiempo que le tomará al objeto en cuestión llegar a su destino, tomando en consideración que un objeto liviano no resistirá la fuerza del inductor y correrá a mayor velocidad que un objeto de más peso.

Cada vez que mi madre me presionaba yo actuaba como me pedía y cada vez que aumentaba esa presión yo cedía con menos resistencia. Era como una piedra en el camino o un títere de ventrílocuo.

Entonces recordé el balón del equipo de futbol en el partido del viernes por la noche.

Su movimiento al aire no había sido rectilíneo y, a pesar de que el aire generaba resistencia igual que el asfalto con la roca, este parecía comportarse como un amigo con autoridad permitiéndole al balón cambiar de trayectoria al generar un flujo de corriente rotacional cuando el balón giraba por los aires sobre su propio eje. Los giros de la pelota en el aire eran potenciados por el flujo de corriente generado por la pelota y el movimiento terminaba corriendo en dirección a las corrientes del aire generadas por el balón. A eso se le conocía como Efecto Magnus, que, dicho sea de paso, había sido la razón por la que habíamos discutido durante todo el partido.

Esa era la cuestión. Yo era la piedra liviana gobernada por la Segunda ley de Newton, mi madre era el inductor de fuerza, quien decidía mi dirección y gran parte de mi velocidad, el suelo asfaltado que generaba una ligera resistencia eran los consejos de mi padre, mis abuelos, algunos científicos del CIC y un pequeño grupo de amigos dentro de las instalaciones, personas que creían ver lo que mi madre hacía conmigo. A pesar de todo, la piedra seguía rodando cuando el pie quería patear.

No quería ser una piedra bajo el efecto de la Segunda ley, quería ser un balón bajo el efecto Magnus, quería poder girar en otra dirección, quería dejar de correr en un movimiento rectilíneo, pero no tenía el valor. Así como el balón, necesitaba un poco de ayuda, necesitaba la resistencia del aire que poco a poco creara ondas a mi alrededor y me ayudara a potencializar el desvío del camino trazado. Necesitaba encontrar un refugio al cual huir cuando la ira de mi madre se desatara sobre mí.

Venga, después de esto seguramente crees que mi madre es un monstruo malvado, pero no es así. En realidad, ella solo intentaba ayudarme a ser una buena chica, en el fondo solo quería que pudiera sobresalir en el mundo de la ciencia. Ella siempre decía que, si hubiera tenido la oportunidad de aprender sobre ciencia desde pequeña, como yo, a su edad ya habría creado algún avance revolucionario.

Yo todavía podía intentarlo. Podía darle al mundo más que crema de maní libre de maní y alérgenos.

Así que tomé una decisión: Terminaría el proyecto de mi madre y, en adelante, comenzaría a enfocarme en mis propios asuntos. Cogería valor, Dios sabe de dónde, pero no podía seguir sin intentarlo.

Iba a compensarme el repentino auge de valentía con un paquete de galletas de canela de la máquina expendedora, pero apenas acerqué la mano al depósito de billetes, una mano nueva se interpuso agregando uno antes de que yo pudiera meter el mío. Levanté la cabeza con el ceño fruncido, completamente preparada para decirle a ese humano que tenía que esperar su turno, cuando encontré unos expectantes ojos oscuros escudriñándome frente a la máquina.

La química del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora