Ignoré la mano que Alden tendía en mi dirección frente a la puerta abierta y me erguí de inmediato. Intentaba ordenar las ideas atrapadas dentro de la maraña en la que se habían convertido mis pensamientos.
No quería verlo a él. Necesitaba concentrar mis pensamientos en algo más que una cara hermosa que despertara mis deseos de asesinato en la misma proporción que mis repentinamente incontenibles ganas de echarle los brazos al cuello y quedarme prendada a él como un mono de zoológico, mientras le pedía que no volviera a ponerse en un peligro tan colosal.
Evidentemente no tenía el derecho, la autoridad o el valor necesario para hacer ninguna de las anteriores, así que mi barra de opciones se limitaba a dejarme parada contemplando el cielo nocturno mientras intentaba hacer que mis emociones volvieran a la caja olvidada de mi subconsciente. La caja que nunca abría y que, cuando lo hacía, me empeñaba en mantener a raya llevándome todo de vuelta al interior, como bebés que escapan de la línea de seguridad en el jardín de niños.
El cielo gris atrapó mi atención casi al instante. No había una sola estrella visible, ninguna estaba disponible o dispuesta a darme algo mejor en que pensar. Las ráfagas de viento se colaban entre los mechones libres de mi cabello, logrando que algunas tiras me pegaran de lleno en la cara, impregnando mi aire de una aromática mezcla de tierra, agua y tranquilidad.
Cuando una gota de lluvia cayó sobre la punta de mi nariz, supe que la ira iba a desaparecer pronto.
—¿Puedo saber ahora quién es el blanco de tu ira contenida? —preguntó Alden, metiéndose las manos a los bolsillos del pantalón, clavando la mirada al cielo y esperando pacientemente junto a mí.
No podía responder de inmediato, no si quería que mis palabras fueran una fina espada empuñada con autoridad y control total, no si quería que mi coherencia gobernara sobre la maraña de sentimientos encontrados.
Las gotas de lluvia comenzaron a caer con más ímpetu, a la distancia parecía que las nubes podían reflejar mi confusión y empatizaban con mi, recién adquirido, estado de parálisis mental. El viento se volvió feroz cuando una horda de posibilidades volvió a asaltarme, posibilidades en las que Alden no terminaba nada bien.
—¿Por qué no me dijiste nada? ¿Tu padre sabe sobre esto? ¿Quién más lo sabe? ¿Siquiera estás consciente de lo que esto implica?
Las preguntas se aglomeraron una tras otra abriéndose paso a empujones para correr en libertad, pero logré retenerlas a tiempo. Cuando perdía el control cerebro-corazón-lengua, nada terminaba bien.
—No era necesario. No. Sebastián lo sabe, naturalmente. Y no creo que necesite responder a tu última pregunta. —respondió a cada pregunta por separado.
Negué con la cabeza intentando deshacerme de los pensamientos sobre escenas del crimen proyectadas dentro de mi cabeza sobre lo que pudo haber pasado esa noche.
—Tienes que dejarlo.
Alden me miró fijamente sin lograr atraer mi atención nuevamente. No podía verlo, no podía hacerle frente a su mirada después de lo que acababa de pedirle. Conocía la magnitud y el impacto de mis palabras egoístas, sórdidas y desleales.
—No estás hablando en serio —descartó, volviendo la mirada al frente.
No, no lo hacía. Sabía que no podía pedirle algo tan grande, sabía que no había nada en mi poder que pudiera hacerle cambiar de opinión, sabía que, aunque lo tuviera, no podría haberme perdonado frenar un avance tan importante como aquel.
Había tantas vidas en juego.
Negué con la cabeza resignada.
—Tiene que haber otra forma... Tiene que haber alguna manera...
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La química del amor
Teen FictionBerlilia Collins es hija de la famosa «Química del amor». Su madre ha hecho el descubrimiento del siglo, creando un fármaco capaz de bloquear estos sentimientos. El experimento para comprobar su eficacia está a punto de comenzar, pero en los laborat...