Capítulo 9

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–No podemos acercarnos, lo siento. Está prohibido y por una buena razón.

–Entonces deja caer el ancla y espérenme.

–¿Qué? ¡No! No puede ir a Sëvallar, es suicidio.

–¿Has estado allí? ¿Alguien ha estado allí?

–N-no… pero…

–Arrojen el ancla. Si no regreso en dos horas, váyanse sin mí.

La capitana la miró como si estuviera loca, y quizás lo estaba… quizás lo estaba. 

Mérida Dunbroch tenía la libertad al alcance de sus manos, estaba literalmente embarcada hacia su hogar y había dejado a la mujer que amaba en la playa apenas unas horas atrás… Pero en cuanto vio la cadena rocosa, a tan corta distancia… todo se detuvo.

Acarició el arco que Erika le había dado y lo miró durante unos segundos, segundos en que llamas azules brotaron de la madera sin quemarla y viajaron a todo lo largo, de punta a punta.

“Tu destino está en mi mano” susurró la voz de siempre, y los fuegos fatuos la secundaron.

Mérida respiró agitada contemplando el espectáculo en su mano, y sintiendo su corazón llorar por regresar a casa, a sus hermanos y a su madre. Erika le había dado una oportunidad, un verdadero escape, sólo tenía que sentarse y esperar a atracar en las costas de su país… sólo eso.

Pero Sëvallar estaba tan cerca.

–No es mi problema –se dijo, intentando mentirse.

El mundo era uno solo ¿verdad? Y aunque dividida por tantos factores, como fronteras y banderas, la Humanidad también era una sola. Entonces… realmente ¿no era su problema?

Y es que Mérida tenía un mal presentimiento desde el día en que Erika le mostró el recinto del rayo, desde que Aladar le contara la historia de los dioses gemelos… Había pasado ese año con un mal presentimiento acechando en cada momento. Algo no estaba bien, algo que se escondía detrás de los destellos de grandes leyendas, herencias de deidades y un reino que se creía sumamente virtuoso.

El pasillo que contenía ecos de deidades que determinaban si una persona era apta para gobernar o no, pero al mismo tiempo eran dioses que habían huido de ese plano tras ser traicionados por uno de los suyos… ¿realmente podían juzgar? Esos mismos dioses que habían tomado a Selene como alguien que tenía que estar en el trono. Selene, quien conquistaba y tomaba vidas de otros reinos para engrandecer su propia nación y no por un bien común del mundo.

¿Esos dioses dictaban quién era digno y quién no?

Algo faltaba, y ese algo hacía de los kiraníes un pueblo que había avanzado, sí… ¿pero a qué costo?

¿Cómo podían creer que tenían a un dios agonizando y no hacer nada más al respecto? ¿Hasta qué punto era respeto y no… miedo?  El miedo podía ir muy lejos, ella lo sabía bien. El miedo podía convertir a un príncipe en un monstruo y a un monstruo en leyenda, y las leyendas estaban allí para quedarse, para existir por siempre sin que nadie las interviniera.

Apretó los labios y el arco, el fuego se esfumó junto a sus dudas.

Se colgó el carcaj a la espalda junto con el arco, pasó la pierna por la baranda para descender por la escalera de cuerdas hacia el bote en el que había llegado.

–Te esperaremos hasta el amanecer si es necesario –dijo la capitana.

–¡No! Dos horas –replicó Mérida tomando los remos.

–Erika nos encargó tu cuidado.

–Erika me conoce lo suficiente como para saber que nadie puede cuidarme de mí misma –sonrió–. Dos horas, capitana.

Valiente IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora