Expediente: 16

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Beatriz se levantó de la cama antes de que la luz del sol empezara a colarse con más intensidad por las ventanas de su dormitorio. Aquella había sido otra noche en la que se le había hecho imposible dormir y ya no aguantaba más tiempo tumbada. Se pasó una mano por la cara y suspiró con pesadez, ni siquiera el frío repentino de las baldosas bajo sus pies descalzos le hizo despejarse. Se sentía pesada, agotada y con otro sentimiento que no sabía cómo definir, pero que le hacía sentir mal del mismo modo. Miró hacia su marido, en la cama y aún dormido. Sabía que, por las vueltas que lo había sentido dar, él tampoco había pasado buena noche y tan solo hacía unos escasos cuarenta minutos que lo había oído con esa respiración profunda y pausada que le indicaba que había logrado coger por fin el sueño.

Entró al vestidor y, tras mirar toda su ropa, chasqueó la lengua y salió sin tocar nada. Se acercó a un maniquí de tela donde tenía su bata larga de seda de La Perla. Era de color turquesa oscuro con frastaglio de hilo de plata en las mangas. Una pieza muy cara, fina y delicada que Fernando le regaló hacía seis cumpleaños y que se había convertido en una de sus prendas favoritas a pesar de no poder usarla fuera de su casa. Se la puso, la ajustó a su cintura con las cintas y se dirigió al baño de la habitación. El agua fría en la cara tampoco tuvo el efecto que esperaba en su energía. Se apoyó en el lavabo de mármol y se miró al espejo. Se llevó las manos a las sienes y estiró, haciendo desaparecer las patas de gallo. Parecía que todos sus esfuerzos por mantenerse joven y atractiva habían desaparecido de golpe. Se pasó el cepillo sin ganas por el pelo un par de veces, lo justo para hacer desaparecer las señales de la almohada y salió de la habitación.

La casa se sentía distinta a como estaba siempre, reinaba un silencio aterrador y la tensión volvía más irrespirable el ambiente. El estado de ánimo del servicio también parecía haber cambiado, la amabilidad con la que cada uno realizaba siempre sus tareas ahora había quedado opacada por las caras serias y las cabezas gachas y todo tenía su punto de partida en la puerta frente a la que se había parado, la de la habitación de Diana. Tocó la madera con los dedos, como si aquella caricia pudiese llegarle a su hija de algún modo. No se atrevió a entrar, no habría sido capaz de soportar ver sus cosas, encontrarse con el vestido de novia colgado en su vestidor y oler los retazos de su perfume, así que se alejó y dejó la puerta atrás.

Bajó las escaleras principales con los brazos entrelazados a la altura de su pecho y se dirigió a la cocina. Sabía que, a esa hora, aún no estaría el desayuno sobre la mesa del comedor y tampoco sentía que tuviese estómago para comer nada. En la cocina sí se veía algo más de vida, se oían ligeros murmullos y el trasteo de los utensilios. Margrét, la ama de llaves, estaba en la primera zona, ocupando la mesa del discreto comedor que usaba el servicio mientras arreglaba varios jarrones de flores que luego repartiría por la casa. Aquello lo hacía por gusto cada mañana, quitando las que ya estaban marchitas y sustituyéndolas por nuevas recién cortadas del jardín, haciendo que diariamente hubiesen colores distintos y un aroma nuevo en casa sala de la casa.

- Buenos días, señora —dijo Margrét al verla aparecer— ¿Ha podido descansar algo hoy?

Beatriz suspiró y se sentó en una de las silla de madera, cerca de la ama de llaves y cruzándose de piernas.

- Nada de nada.

- ¿Le apetece una hierbaluisa?

- Gracias, Margrét.

La mujer asintió, recogió las flores desechadas de la mesa y se las llevó consigo a la segunda zona de la cocina, donde estaban los electrodomésticos y fogones, diferenciada del comedor por un separador de madera y vidrio translúcido. Cinco minutos después, Margrét salió con una bandeja en las manos y la dejó frente a Beatriz. Cogió la pequeña tetera y vertió la infusión humeante en el interior de la taza de porcelana.

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