De mi padre heredé la falta de tacto. De mi madre la desconfianza. De una de mis abuelas, la ansiedad. Y de la otra, la timidez. De la única tía que tengo, heredé la rebeldía. De mi tío más cercano, la creatividad.
Hace un año, estaba desesperada por hacer cambios en mi vida pero mi mamá me dijo que esperara un poco más, y lo hice a regañadientes porque... bueno "las mamás saben". Pero en el camino de la espera, las cosas no pasaron como las imaginé y la ruta acabó de pronto. El problema era que los cambios no fueron los que yo quería y sentí que había perdido el control de las cosas.
Estuve muy confundida por un tiempo. Hasta que alguien dijo querer ayudarme, y de alguna forma lo logró. Primero me hizo darme cuenta que necesitaba hacer algo. Lo que sea. Para aclarar la vista de lo que quería en un futuro. Segundo, me dio un perfil de lo que quizá yo necesitaba. Y era verdad. Tercero, me dio la facilidad de conseguirlo mediante sus reglas. Pero la tercera etapa de todo este proceso, me hizo ver algo muy importante. Estaba siendo sometida otra vez, solo que en lugar de la vida, era una persona.
Yo siempre me he considerado como una persona que trata de serguir sus propios términos. Dentro de lo que puede, en sus limitaciones naturales. Como una protestante, le escuché una vez. Creo que nunca lo había oído de otra persona. Fue ahí que me di cuenta que eso era yo. Un todo atada a la nada. Y estaba siendo oprimida.
Así fue que, por primera vez en todo ese periodo de adaptaciones, me decidí a realmente tener las riendas de mi vida y hacer lo cambios necesarios.
Por eso no me importó deshacerme del largo de mi cabellera, luego teñirla de un tono más rojizo y empezar a tener más práctica con el delineado de mis ojos. Y con el paso del tiempo, tras reunir el valor suficiente, me liberé de mi opresor.
Así que hora, después de ver hacia atrás, no me arrepiento de nada. Aunque desearía tener el cabello como lo tenía, sólo porque se vería bien en las fotos al lado de mi novio.