Era una chica de diecisiete años con las uñas mal pintadas de color rojo, mirada triste y el cabello apenas rizado a falta de ser peinado, en una coleta.
La noche anterior delineaba sus párpados con líquido negro, preparándose para olvidarse de la realidad. Decide apagar el móvil y se lleva la chaqueta verde olivo que no combinan ni de chiste con las zapatillas naranjas que usa.
El lugar está oscuro y la música, suficientemente alta para no escuchar sus pensamientos. Se le acerca un muchacho que no tiene buena facha, pero que más podría pedir ella si anda con shorts de mezclilla y una blusa que se asemeja mucho a su pijama. Se resigna mentalmente mientras que él la saca a bailar.
Y bailan como ella hubiese querido bailar, pero no con él. Con nadie. Desearía que hubiese mucha más gente para que nadie notase si baila sola. Eso sí, quería estar sola.
Había dejado en el camino cada esperanza, cada beso, cada oportunidad. En la puerta olvidó su buena imagen al prender el primer de muchos cigarrillos para la noche. Y en la pista de baile, el muchacho andrajoso creyó que robarle un beso era divertido. Pero de no ser por todos los tragos que llevaba encima, ella se hubiese llorado exactamente desde el momento en que lo empujó.
Más alcohol proporcionales a los cigarrillos. Disfuerzos. Olvido.
No se sentía tan perdida como antes, pero de alguna forma lo estaba. En algún momento pasó por su mente la idea de liarse al muchacho de cabellos ensortijado, o al de buen porte que andaba por la otra esquina. Al fin y al cabo, nadie la esperaba en casa. No tenía a quien rendirle cuentas, aunque le hubiese gustado verse limitada; pero no... ya no.
Quizá se sentía vencida. Quizá solo quería volver a salirse del camino para traer de regreso a su salvador, o quien apareciera. Pero se amaba demasiado para dejarse a la deriva.
Prendió el celular y pasaron a recogerla media hora después. Y la mañana siguiente el arrepentimiento lo acompañaron un sabor a cigarrillos y la brisa del mar.
