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Hola

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Hola. No sé cómo empezar a contarte todo esto, así que primero te diré los motivos. Soy una cobarde. Ya lo sé. Te he mentido en la puta cara. También lo sé. Y me arrepiento. Me arrepiento mucho. Pero he caído en una espiral interminable de la que me es imposible salir. Por eso te escribo esto, para que lo leas con tranquilidad si no quieres verme la cara después de que se descubra el pastel. Ahí va:

Me dolía horrores la cabeza y el sabor pastoso de mi boca me producía arcadas. Abrí los ojos con gran esfuerzo, descubriendo un techo blanco impoluto, con un relieve precioso en los extremos y en las esquinas. Caí en la cuenta de que la cama era gigantesca y las sábanas de un azul cielo, nada parecidas a las sábanas rosas de princesas de mi cama-nido. Cerré los ojos con fuerza.

A duras penas recordaba la noche anterior. Tenía una sola imagen en la cabeza: al barman de aquella discoteca ponerme un chupito tras otro, unos cubatas cargadísimos que, al parecer, me los hinqué yo solita y sin ningún filtro, pues tenía una resaca increíble.

Me incorporé en la cama con la cabeza dándome vueltas. La habitación en la que me encontraba era impersonal: una cómoda, un armario empotrado, un sillón, un mueble-bar y otra habitación que podía ser un aseo.

Me levanté de la cama con cansancio y me miré frente al espejo que había al lado del armario. Estaba hecha un desastre. Tenía el cabello corto y negro alborotado, unas ojeras tremendas acompañadas de legañas y... el cuello lleno de chupetones violáceos. Pero eso no fue lo que me llamó la atención. No era la primera vez que, como consecuencia de una buena noche, me habían quedado marcas. Tampoco era la primera vez que me quedaba en casa de un rollete, aunque siempre me marchaba antes del amanecer. Lo que me chocó fue la camisa de hombre que llevaba puesta y que me llegaba hasta los muslos desnudos, como un vestido.

Esa misma camisa había desabotonado yo la noche anterior en los baños de aquella discoteca atestada de yogurines. Pero yo, apoyada en la barra de mármol, me fijé en uno en especial: un hombre alto, fornido. Un morenazo con el cabello negro y los ojos azulados. Un azul tan eléctrico que, cuando su mirada coincidió con la mía, saltaron chispas al instante. Sin dejar de mirarme, le dijo algo a su amigo (que tampoco se quedaba atrás en atractivo), que sonrió y me miró también. El morenazo se abrió paso entre la gente, con una media sonrisa que me estaba derritiendo. El corazón se me estaba acelerando, y eso que yo no solía ser de las típicas que se ponía nerviosa por un tío. Cuando estuvo frente a mí, se inclinó para darme un beso en cada mejilla. Un aroma delicioso y atrayente me impactó.

- Jack Kingston, encantado - su voz era varonil y arrogante.

- Irina García - le sonreí, bebiendo de mi copa.

- No suelo encontrar a muchas lobitas en ciudades humanas - comentó, apoyando una mano en la barra, permitiéndome apreciar su brazo musculado.

𝐏𝐫𝐢𝐬𝐢𝐨𝐧𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐀𝐥𝐩𝐡𝐚𝐬 ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora