No habías ido a verme desde que nos acostamos. ¿Te echaba de menos? Esa era la cuestión. ¿Empezaba a sentir algo por ti? Esperaba que no fuese así. Desde adolescente me aterraba el compromiso. Pensaba que se me pasaría con el tiempo, pero seguía igual: alejándome de inmediato cuando oía la palabra «pareja».
Aun así, me extrañaba que tú, tan entregado, no hubieras llamado todavía a mi puerta. Había pasado un día y medio. Cuando se fue Ian, me dediqué a existir. Bueno, esto es una exageración. En realidad, seguí decorando la casa. Pinté de azul cielo una mesilla de noche y la otra la recubrí con pintura blanca para dibujar a boli negro sobre ella. Pero, en el fondo, sentía que nada de eso servía. Solo era una distracción y no le veia sentido alguno a esas alturas.
Dejé todo lo que estaba haciendo y me puse un pantalón vaquero que me hacía un culo espectacular y una camiseta de Harry Styles para ir a verte. Quizás estabas esperando a que yo tomase la iniciativa, pensé. Salí a la calle y me confundió ver pasando a más licántropos de lo habitual. Todos caminaban apresurados en una misma dirección; algunos estaban agarrados del brazo y cuchicheaban con las frentes arrugadas. Me pareció raro.
Los licántropos solíais ser tranquilos y educados. En esa manada, todo el mundo se saludaba y, cada vez que me cruzaba con ellos, inclinaban la cabeza y me sonreían.
Seguí a la multitud con un mal presentimiento en la boca del estómago. Se dirigían al centro de la manada, donde había un centro (algo así como una rotonda) con la estatua de una mujer de pechos inmensos, vestida con una toga. Había pasado por allí varias veces, aunque no me había detenido a observarla. Pero ese no era el entretenimiento del día.
La gente estaba escandalizada. Yo no veía nada, ya que todos eran más altos que yo. Me abrí paso entre la multitud y llegué a la primera fila del espectáculo. El aroma a melocotón abrumó mis sentidos y también algo rasgando el aire una y otra vez. Se me secó la boca y el corazón se me aceleró al ver la escena. Creí que iba a vomitar allí mismo.
Jack estaba azotando con un látigo a dos niños pequeños. La soga rasgaba el aire y hacía estremecer a todos los que observábamos. Impactaba sobre la espalda de los cachorros sin piedad, una y otra vez, quedando marcas rojas en sus carnes y haciendo temblar sus pequeños cuerpos vulnerables. Ambos niños estaban inclinados en un tronco, con las cabzas gachas. No podía ver sus rostros, pero oía cómo intentaban acallar sus gritos de dolor.
Muy cerca de la rotonda había dos lobos que sollozaban, observando la escena y aferrándose el uno al otro. Sus rostros horrorizados se me grabaron en la retina y también el rostro del causante de todo aquello: Jack Kingston. Estaba rojo y su brazo se movía de arriba a abajo, implacable. Sus ojos, muy dilatados, parecían ensañados con aquellos pobres muchachos. Gritaba:
- ¡¿Volveréis a robar?! - su imponente voz resonaba por toda la plazoleta.
- N-no - lograban decir los niños, llorando, sin poder controlar los aullidos que la soga les provocaba.
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𝐏𝐫𝐢𝐬𝐢𝐨𝐧𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐀𝐥𝐩𝐡𝐚𝐬 ©
Kurt AdamDonde el bien y el mal no se distinguen, una mediática familia de Alphas, los Kingston, son puestos a prueba por la propia contradicción humana. Irina, que odia su condición de licántropo, revoluciona el palacio, descubriendo poco a poco los lazos...